A finales del siglo XIII, Venecia seguía siendo una de las mayores potencias comerciales y marítimas del mundo. Era habitual escuchar allí, a la sombra de las cúpulas de ópalo, junto a los suntuosos palacios y a la vista de las doradas góndolas, las historias más extraordinarias y peregrinas. Pero las que contaba maese Marco Polo, recién llegado de los confines del mundo, eclipsaban a todas. Aseguraba haber visto extraer de las entrañas de la tierra, en la China, unas piedras negras que ardían mejor que la leña. Los venecianos, al oírle, se burlaban; para ellos, el carbón de piedra era una cosa de lo más fantástica. También hablaba de otra piedra que podía hilarse como si fuera lana, pero que era incombustible; sus oyentes reventaban de risa: aún más difícil de concebir que el carbón era el amianto. Tampoco le creían cuando describía una fuente que había contemplado en algún país remoto de la que no manaba agua, sino negrísimo aceite: sus conciudadanos no podían siquiera sospechar la existencia de los campos petrolíferos de Bakú.
Sin embargo, no era posible que un hombre, aun dotado de una portentosa fantasía, imaginara todo aquello. Marco Polo había regresado de sus viajes trayendo consigo grandes riquezas, entre las cuales quizás la más valiosa era la experiencia acumulada a lo largo de veinticuatro años de ausencia. Mil peripecias y hechos inverosímiles para sus contemporáneos cruzaban por su mente. Tenía mucho que contar, pues no en balde era uno de los más grandes viajeros que la humanidad ha conocido.
La leyenda cuenta que Marco Polo introdujo en Italia algunos productos de China, entre ellos los helados, la piñata y la pasta, especialmente los espaguetis.
El libro escrito por Marco Polo, a pesar de que muchas de sus aseveraciones, en su época, se pusieron en duda, inspiró a muchos viajeros y exploradores. El mismo Cristóbal Colóntenía una copia en su viaje de 1492.
Llovía en un pequeño pueblo alemán una tarde de otoño del año mil ochocientos y pico. Desde las ventanas de la casa, el verde de los campos se confundía con el gris plomizo del cielo.
En la chimenea ardían unos leños y, al calor del fuego, un hombre, sentado en una cómoda butaca, fumaba parsimoniosamente en pipa mientras hablaba. A sus pies, su hijo Enrique escuchaba encantado las historias que contaba. El padre hablaba ahora de una ciudad antigua llamada...
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