viernes, 23 de diciembre de 2011

Egidio, quinta parte y final (para leer en navidades)


Egidio, el granjero de Ham
QUINTA PARTE (Y FINAL)

Al día siguiente el dragón se dirigió hacia el vecino pueblo de Quercetum (Oakley en lengua vulgar). No sólo devoró ovejas, vacas y uno o dos niños de tierna edad, sino que se comió también al párroco. De forma harto imprudente el cura había intentado disuadirle de seguir por los senderos del mal. Aquel suceso produjo una tremenda conmoción. Todos los habitantes de Ham, con su propio párroco a la cabeza, subieron a la colina y se presentaron ante el granjero Egidio.
«Dependemos de ti», dijeron; y se quedaron a su alrededor mirándolo hasta que la faz del granjero se puso más roja que su barba.
«¿Cuándo vas a entrar en acción?»
«Bueno, hoy no puedo hacer nada. Y no se hable más», dijo. «Tengo un trabajo enorme, porque está enfermo mi vaquerizo y... Ya veré.»
Se marcharon. Pero al atardecer corrió el rumor de que el dragón se encontraba incluso más cerca, así que todos volvieron.
«Dependemos de ti, maese Egidio», dijeron.
«Ya, ya», les contestó. «En estos momentos me es prácticamente imposible. La yegua se ha mancado y las ovejas están ya en época de parir. Me ocuparé de ello en cuanto pueda.»
Así que se fueron de nuevo, no sin ciertos murmullos y cuchicheos. El molinero hacía bromas a su costa. El párroco se quedó y no hubo manera de deshacerse de él. Se invitó a cenar y dejó caer algunas indirectas. Incluso quiso saber qué había sido de la espada e insistió en verla. Yacía ésta sobre la balda de un armario en el que cabía con apreturas, y tan pronto como Egidio la sacó ella misma se desenvainó como un rayo, y el granjero dejó caer la vaina como si estuviera al rojo. El párroco se puso en pie de un salto, volcando la cerveza. Levantó con sumo cuidado la espada y trató de volverla a la funda, pero no llegaba a entrar ni un solo palmo: volvía a salirse limpiamente en cuanto apartaba la mano de la empuñadura.
«¡Dios mío! ¡Qué cosa más extraña!», dijo el párroco, y se puso a observar con detenimiento funda y hoja. El era un hombre culto, mientras que el granjero sólo podía reconocer con dificultad las letras unciales y no era capaz de leer con seguridad ni su propio nombre. Debido a ello, nunca había prestado atención a las extrañas letras que se podían apreciar borrosamente sobre la vaina y espada. Por lo que respecta al armero del rey, estaba tan acostumbrado a las runas, nombres y otros símbolos de poder y prestancia inscritos en las espadas y sus fundas que no se había preocupado mucho por ellas; en cualquier caso, pensó que era una antigualla.
Pero el párroco las contempló durante largo rato y arrugó el entrecejo. Verdad es que había esperado encontrar alguna inscripción en la espada o en la vaina, y en realidad ésta era la idea que se le había ocurrido el día anterior; mas ahora estaba sorprendido por lo que veía, porque eran letras y signos (ciertamente), aunque no podía entender ni jota.
«Hay una inscripción en la vaina y algunos signos...mm... epigráficos pueden verse también sobre la hoja», dijo.
«¿De verdad?», dijo Egidio. «¿Y qué pueden significar?»
«Los caracteres son arcaicos y la lengua bárbara»> dijo el párroco para ganar tiempo, «será necesario un estudio más detenido». Le rogó que le prestara aquella noche la espada, a lo que el granjero accedió encantado.
Cuando el párroco hubo regresado a casa, tomó de su biblioteca un montón de libros de consulta y se quedó trabajando durante buena parte de la noche. La mañana trajo la noticia de que el dragón se encontraba aún más cerca. Todos los vecinos de Ham echaron el cerrojo a sus puertas y cerraron las ventanas; y los que tenían bodegas bajaron a ellas y allí se quedaron sentados, temblando a la luz de las velas.
Pero el párroco se deslizó fuera y fue de puerta en puerta diciendo a todo el que quería oírle a través de una rendija o del ojo de la cerradura lo que había descubierto en su estudio.
«Nuestro buen Egidio», decía, desde ahora, por la gracia del rey, el poseedor de Caudimordax, la famosa espada que los romances populares casi siempre llaman Tajarrabos.»
Los que oían este nombre abrían por lo general la puerta. Conocían la fama de Tajarrabos, pues aquella espada había pertenecido a Bellomarius, el más poderoso exterminador de dragones de todo el reino. Algunas crónicas lo consideraban tatarabuelo materno del rey. Eran innumerables las baladas y leyendas de sus hechos, que, aunque olvidados en la corte, aún se recordaban en las aldeas.
«Esta espada», dijo el párroco, «no puede permanecer enfundada mientras haya un dragón en un radio de cinco millas; y no hay duda de que, blandida por la mano de un valiente, no hay dragón que pueda resistírsele.»
La gente comenzó a recobrar los ánimos; algunos incluso abrieron las ventanas y asomaron la cabeza. Al final el párroco convenció a unos pocos para que se le uniesen; pero sólo el molinero iba de verdad contento. Ver a Egidio metido en un buen aprieto compensaba, en su opinión el riesgo.
Subieron la colina, no sin dirigir ansiosas miradas hacia el norte, más allá del río. No había señal del dragón. Probablemente estuviera durmiendo: se había estado hartando durante toda la Navidad.
El párroco (y el molinero) aporrearon la puerta del granjero. No hubo respuesta, así que aporrearon más fuerte. Por fin apareció Egidio, el rostro todo enrojecido. También él había pasado sentado gran parte de la noche, bebiendo una buena cantidad de cerveza; y continuó con ella tan pronto se levantó.
Todos se arracimaron a su alrededor, llamándole Buen Aegidius, Osado Ahenobarbus, Gran Julius, Fiel Agricola, Orgullo de Ham, Héroe de la Región. Y hablaron de Caudimordax, de Tajarrabos, de la Espada Que No Se Podía Enfundar, Muerte o Victoria, la Gloria de la Caballería Rural, la Espina Dorsal del País, Dechado de Ciudadanos, hasta que la cabeza del granjero se hizo irremisiblemente un lío.
« i Basta ya! i De uno en uno! », dijo cuando tuvo oportunidad. «¿Qué significa todo esto? ¿Qué significa todo esto? Estoy muy ocupado, ¿entendéis?»
De modo que dejaron que el párroco explicara la situación. Entonces tuvo el molinero el placer de ver al granjero en el mayor apuro que podía desearle. Pero las cosas no salieron exactamente como esperaba. Por un lado, Egidio había trasegado un montón de cerveza; por otro, mostró un curioso sentido de orgullo y envalentonamiento cuando supo que, en realidad, su espada era Tajarrabos. En su niñez le habían gustado mucho las leyendas sobre Bellomarius, y antes de llegar a la madurez había deseado algunas veces poseer la espada maravillosa de un héroe. Se le ocurrió, pues, de improviso que podía blandir a Tajarrabos y salir a dar caza al dragón. Pero se había pasado toda la vida regateando, de modo que hizo un esfuerzo más para dar largas al asunto.
«¡Cómo!», dijo. «¿Yo cazando dragones? ¿Con estas calzas viejas y este chaleco? Los enfrentamientos con dragones precisan de algún tipo de armadura, según tengo entendido. En esta casa no hay ninguna. Y no hay más que hablar». dijo.
Todos estuvieron de acuerdo en que el caso era un tanto peliagudo; enviaron, pues, a buscar al herrero. El herrero movió la cabeza. Era un hombre lento, sombrío, al que apodaban Sam el Soleado, aunque su verdadero nombre era Fabricius Cunctator. Nunca silbaba mientras hacía su trabajo, a no ser que se hubiese producido un desastre después de que él lo hubiera predicho (una helada en mayo, por ejemplo). Como se pasaba el día entero anunciando catástrofes de todo tipo, pocas ocurrían sin que las hubiese anticipado; de forma que se apuntaba los aciertos. Era su mayor placer. Resultaba natural, por lo tanto, que se mostrase remiso a hacer nada que pudiera evitarlas. Volvió a mover la cabeza.
«No puedo hacer una armadura de la nada», dijo. «Y además no es mi especialidad. Es mejor que llaméis al carpintero y que le haga un escudo de madera. No es que le vaya a servir de mucho ante el fuego del dragón.»
Se les puso la cara larga; pero el molinero no era persona que abandonase fácilmente su plan de enviar a Egidio contra el dragón, si estaba dispuesto a ir; o bien, si al final se negaba, hacer estallar la pompa de su reputación en la localidad. «¿Qué tal una cota de malla?», dijo. «Siempre es una ayuda; y no necesita ser muy elegante; se trata de hacer un trabajo, no de exhibirse en la corte. ¿Qué fue de tu viejo jubón de cuero, amigo Egidio? En la fragua hay un montón de anillas y eslabones. Supongo que ni maese Fabricius sabe lo que hay por allí tirado.»
«No sabes lo que dices», dijo el herrero, animándose poco a poco. «Si en lo que piensas es en una auténtica cota de rnalla, entonces no hay nada que hacer; se necesita toda la habilidad de los gnomos, cada anilla enlazada a otras cuatro, y todo eso. Incluso aunque yo fuera capaz de hacerlo, tendría que estar semanas trabajando. Y para entonces todos nosotros estaríamos ya en la fosa», dijo, «o cuando menos en la panza del dragón».
Y mientras el herrero comenzaba a sonreír, los demás se retorcían las manos abatidos. Pero estaban ya tan asustados que no querían dar de lado el plan del molinero, y se volvieron a él en busca de consejo.
«Bueno», dijo. «He oído que en otros tiempos los que no podían comprarse las brillantes corazas fabricadas en las Tierras del Sur solían coser sobre un jubón de cuero anillas de hierro, y se conformaban con eso. Veamos lo que se puede hacer en este sentido.»
Así que Egidio tuvo que desempolvar su viejo jubón, y al herrero se le mandó a su fragua a toda prisa. Buscaron allí por todos los rincones y dieron vuelta al montón de chatarra, cosa que no se hacía en años. Al final encontraron, todo perdido de herrumbre, un buen número de pequeñas anillos desprendidas de alguna vieja cota, tal como las había descrito el herrero. Sam, más sombrío y disgustado a medida que la tarea parecía garantizar alguna esperanza, fue obligado a ponerse a trabajar en seguida, reuniendo, ordenando y limpiando las anillos; y cuando se vio con claridad que no eran suficientes para una persona tan ancha de pecho y espaldas como maese Egidio, cosa que él hizo notar con satisfacción, le obligaron a deshacer viejas cadenas y convertir los eslabones en anillas tan finas como dio de sí su habilidad con el martillo.
Tomaron luego las más pequeñas y las pusieron sobre el pecho de] jubón, y situaron en la espalda las más gruesas y pesadas; finalmente, como aún seguían llegando anillos (tanto habían apremiado al pobre Sam), tomaron un par de calzones del granjero y también los cubrieron con ellas. Encaramado en una repisa, en un oscuro rincón de la herrería, el molinero encontró el viejo armazón de hierro de un yelmo y al momento puso a trabajar al remendón del pueblo para que lo cubriese de cuero del mejor modo posible.
El trabajo les llevó lo que restaba de aquel día y todo el siguiente, que fue la víspera de Reyes o Epifanía, aunque no se hizo ningún caso de la fiesta. El granjero Egidio celebró la ocasión con más cerveza de la acostumbrada; pero el dragón, por fortuna, permaneció dormido. Por el momento había olvidado hambre y espadas.
El día de Epifanía, temprano, subieron la colina llevando el estrafalario resultado de aquel trabajo artesanos. Egidio estaba esperándolos. Ya no le quedaban excusas que oponer; así que se colocó el jubón de málla y los calzones. El molinero soltó una risita. Egidio se calzó sus botas altas y unas viejas espuelas; y también el yelmo recubierto de cuero. Pero en el último momento colocó sobre el yelmo un viejo sombrero de fieltro, y echó sobre el jubón su amplia capa gris.
« ¿Qué propósito tiene eso, maese?», le preguntaron. «Bueno», dijo Egidio, «si pensáis que se puede salir a cazar dragones tintineando y repicando como las campanas de Canterbury, yo no estoy de acuerdo. No me parece lógico anunciar al dragón antes de tiempo que vas a su encuentro. Y un yelmo es un yelmo, una invitación al combate, Quizá si el reptil ve sólo mi viejo sombrero por encima de] seto pueda acercarme más a él antes de que comiencen los problemas.»
Las anillas estaban cosidas de forma que la parte suelta de una montaba sobre la otra, y por supuesto tintineaba. La capa ayudó a amortiguar el ruido, pero Egidio presentaba una figura de lo más extravagante. Claro que no se lo dijeron. Le ciñeron con dificultad el cinturón y colgaron de él la funda; aunque tuvo que llevar la espada en la mano, porque no se mantenía envainada si no se hacía una fuerza enorme. El granjero, que era un hombre justo hasta donde alcanzaban sus luces, llamó a Garm. «Chucho», dijo, «tú vienes conmigo».
El perro aulló. «¡Socorro, socorro!», gritó.
«¡Calla ya!», ordenó Egidio, «o te lo haré pasar peor que a cualquier dragón. Conoces el olor de ese reptil y quizá por tina vez resultes útil».
Luego el granjero reclamó su yegua torda. Esta le echó una mirada de asombro y bufó al ver las espuelas. Pero le permitió montar. Emprendieron la marcha sin mucho entusiasmo, cruzaron la villa al trote y todos los vecinos aplaudieron y los vitorearon, la mayoría desde las ventanas. El granjero y su yegua pusieron la mejor cara que pudieron; pero Garm no tenía sentido del ridículo e iba con el rabo entre las piernas.
A la salida del pueblo cruzaron el puente que atraviesa el río. Cuando por fin quedaron fuera de la vista de sus conciudadanos, acortaron el paso. Sin embargo, dejaron muy pronto atrás las tierras de Egidio y de los demás vecinos de Ham, y llegaron a parajes que el dragón ya había visitado. Había árboles tronchados, setos quemados, hierba chamuscada, y el silencio era inquietante y ominoso.
El sol brillaba con esplendor y a Egidio le hubiera gustado tener el valor suficiente para desprenderse de una prenda o dos y se preguntó si no había tomado algún trago de más. «Bonito fin para la Navidad y demás», pensó. «Y tendré suerte si no supone mi propio final Se secó la cara con un pañolón verde, no rojo porque los trapos rojos enfurecen a los dragones, según había oído decir.
Pero no encontró al dragón. Recorrió muchos senderos, anchos y estrechos, y las tierras abandonadas de otros labradores, pero ni aun así encontró al dragón. Garm, por supuesto, no fue de ninguna utilidad. Se colocó justo detrás de la yegua y se negó a usar el hocico.
Llegaron por fin a un camino ondulante que había sufrido pocos daños y parecía tranquilo y apacible. Después de seguirlo como una media milla Egidio comenzó a preguntarse si no había cumplido ya con su deber y con todo lo que su reputación exigía. Acababa justo de decidir que ya había buscado durante un tiempo y espacio suficientes, y estaba pensando en volverse, ir a cenar y decir a sus amigos que el dragón había huido tan pronto como lo viera aparecer, cuando dobló un brusco recodo.
Allí estaba el dragón, tumbado, atravesado sobre un seto destrozado, y con la horrible cabeza en medio del sendero. «¡Socorro!», gritó Garm, y dio un bote. La yegua se sentó súbitamente sobre las ancas y Egidio el granjero salió lanzado de espaldas a la cuneta. Cuando levantó la cabeza, allí estaba el dragón, completamente despierto, mirándolo.
«Buenos días», dijo el dragón. «Parecéis sorprendido. »
«Buenos días», dijo Egidio. «Lo estoy.»
«Perdonad», dijo el dragón. Había alargado una suspicaz oreja cuando captó el tintineo de las anillas al caer Egidio. «Perdonad mi pregunta, pero ¿me buscáis a mí, por casualidad?»
«Ni mucho menos. ¡Quién iba a pensar en encontraros aquí!», replicó el granjero. «Sólo había salido a dar una vuelta.»
Se arrastró a toda prisa fuera de la cuneta y se acercó a la yegua torda, que ya se encontraba sobre sus cuatro patas y mordisqueaba algunos yerbajos a la orilla del camino, aparentando una total indiferencia.
«Entonces ha sido una suerte que nos hayamos encontrado», dijo el dragón. «Es un placer. Ropas de fiesta, supongo. ¿La última moda, quizá?» Egidio había perdido su sombrero de fieltro y la capa gris aparecía abierta; pero él la mostró con orgullo.
«Sí», dijo. «El último grito; pero voy a buscar al perro. Andará tras los conejos, casi seguro.»
«Lo dudo», dijo. Crisófilax relamiéndose los labios (señal en él de regodeo). «Creo que llegará a casa bastante antes que vos. Pero, por favor, proseguid vuestro viaje, maese... veamos.... me parece que no conozco vuestro nombre.»
«Ni yo el vuestro», dijo Egidio. «Lo dejaremos así.» «Como queráis», dijo Crisáfilax relamiéndose de nuevo y simulando cerrar los ojos. Tenía un corazón malvado (como todos los dragones) y no muy valeroso (cosa también frecuente), Prefería una comida por la que no tuviese que luchar; pero después de su largo sueño se le había abierto el apetito. El párroco de Oakley había resultado correoso, y hacía años que no había probado un hombre rollizo. Decidió degustar ahora este plato fácil y sólo aguardaba a que el pobre tonto se descuidase.
Pero el pobre tonto no lo era tanto como parecía, y no apartó los ojos del dragón ni siquiera mientras intentaba montar. La yegua, sin embargo, tenía otras ideas, y coceó y respingó cuando Egidio trató de subir. El dragón se impacientaba, y se dispuso a saltar.
«Perdonad», siseó. «¿No se os ha caído algo?»
Un truco muy viejo, pero que dio resultado. Porque Egidio, ciertamente, había dejado caer algo. Cuando salió lanzado a la cuneta, soltó a Caudimordax (más conocida como Tajarrabos), que yacía aún allí junto al camino. Se agachó para tomarla, y el dragón saltó. Pero no con la rapidez de Tajarrabos. Tan pronto se encontró en manos del granjero, se abalanzó con un relampaguee directa a los ojos del dragón.
«¡Eh!», dijo éste, parándose en seco, «¿qué tenéis ahí?»
«Sólo Tajarrabos, la espada que me regaló el rey», dijo Egidio.
«Ha sido culpa mía», dijo el dragón. «Os ruego me perdonéis.» Se echó y se revolcó en el suelo, mientras el granjero Egidio iba recuperando su seguridad. «Creo que no habéis sido muy sincero conmigo.»
«¿Cómo que no?>,, dijo Egidio. «Y además, ¿por qué tendría que serio?»
«Me habéis ocultado vuestro ilustre nombre y tratasteis de hacerme creer que nuestro encuentro era casual. Está claro, sin embargo, que sois un caballero de alto linaje. En otros tiempos, señor, los caballeros acostumbraban a un reto en casos como éste, después del pertinente intercambio de títulos y credenciales.»
«Quizá lo hacían, y quizá aún lo hagan», contestó Egidio, que, empezaba a sentirse contento c~ mismo. A un hombre que ve un dragón de buen tamaño y noble casta humillado a sus pies se le puede excusar si se siente un tanto envanecido. «Pero estás cometiendo más de un error, viejo reptil. Yo no soy un caballero: soy Egidio de Ham, granjero; y no puedo aguantar a los intrusos. Ya en ocasiones anteriores, y por menos daños de los que tú has causado, he disparado mi trabuco contra gigantes. Y no tengo por costumbre lanzar retos.»
El dragón se alteró. «¡Maldito sea aquel mentiroso gigante!», pensó. «Me ha engañado de la forma más simple. ¿Y qué demonios hace uno ahora con un aldeano atrevido y armado con una espada tan brillante y amenazadora?» No podía recordar precedentes de tal situación. «Me llamo Crísófilax», dijo, «Crisófilax el Rico. ¿Qué puedo hacer por vuestra señoría?», añadió en tono conciliador, con un ojo en la espada, e intentando evitar una confrontación.
«Podéis quitaros de en medio, viejo bicho comudo», contestó Egidio, intentando también evitar la pelea. «Sólo quiero verme libre de vos. Salid inmediatamente de aquí, volved a vuestra sucia guarida.» Dio un paso hacia Crisó filax, girando los brazos como si tratase de espantar pajarracos.
Aquello fue suficiente para Tajarrabos. Trazó círculos relampagueantes en el aire, y luego descendió, alcanzando al dragón en la articulación del ala derecha con un golpe sonoro que lo sacudió de arriba abajo. Por supuesto, Egidio sabía muy poco acerca de los métodos más apropiados para matar dragones o hubiera dirigido la espada hacia un punto más sensible; pero Tajarrabos lo hizo lo mejor que pudo en manos inexpertas. Para Crisófilax fue más que suficiente: no podría usar el ala durante varios días. Se levantó e intentó volar, dándose cuenta que no era capaz. El granjero saltó a lomos de la yegua. El dragón echó a correr. La yegua hizo lo propio. El dragón entró a. galope en un campo, soplando y resoplando. También la yegua. El granjero voceaba y gritaba como si estuviera presenciando una carrera de caballos. Y mientras, continuaba blandiendo su Tajarrabos. Cuanto más corría el dragón, más aturdido se encontraba, y siempre la yegua torda, a toda rienda, pegada a él.
Allá se fueron, batiendo con sus cascos caminos y sendas, a través de las brechas de las vallas, cruzando numerosos campos y vadeando numerosos arroyos. El dragón soltaba humo y resoplaba, perdido todo sentido de orientación. Al cabo, se encontraron de pronto en el puente de Ham, lo cruzaron con el estruendo de un trueno y entraron rugiendo en la calle mayor del pueblo. Allí Garm tuvo la desvergüenza de deslizarse desde una calleja lateral y unirse a la caza.
Todo el mundo se encontraba en las ventanas o en los tejados. Algunos reían y otros lanzaban vítores; y algunos golpeaban latas y sartenes y cacerolas. Otros tocaban cuernos y gaitas y pitos. El párroco había ordenado voltear las campanas de la iglesia. No se había organizado en Ham otro pandemónium como aquél hacía cientos de años. Justo a la puerta de la iglesia, el dragón se dio por vencido. Se tumbó resollando en medio del camino. Garm llegó y le husmeó la cola, pero Crisófilax era ya incapaz de sentir vergüenza.
«Buenas gentes y valiente guerrero», jadeó cuando Egidio llegó a su altura y mientras los aldeanos se agrupaban a su alrededor (a una distancia prudencial) con horcas, estacas y atizadores en las manos. «Buenas gentes, ¡no me matéis! Soy muy rico. Pagaré todo el daño que haya hecho. Pagaré los funerales de todos los que haya matado, en particular el del párroco de Oakley. Tendrá un cenotafio regio, aunque era bastante delgado. A todos vosotros os regalaré una buena suma, si consentís en dejarme ir a casa a traerla.»
«¿Cuánto?», dijo el granjero.
«Bueno» dijo el dragón, intentando calcular con rapidez. Vio que la gente era mucha. «¿Treinta y ocho peniques cada uno?»
«¡Tonterías!», dijo Egidio. «¡Una porquería!», dijo la gente. «¡Carroña!», dijo el perro.
«¿Dos guineas de oro cada uno, y los mitos la mitad?», dijo el dragón.
«Y para los perros ¿qué?», dijo Garm.
«¡Continuad!», dijo el granjero. «Somos todo oídos.»
«¿Diez libras y una bolsa de plata por vecino, y un collar de oro para los perros?», dijo Crisófilax con ansiedad.

«¡Mátalo!», gritó la gente, que comenzaba a impacientarse.
«¿Una bolsa de oro para cada uno y diamantes para las damas?», se apresuró a añadir Crisófilax.
«Ahora empezáis a entrar en razón, aunque no del todo», dijo el granjero.
«Te has vuelto a olvidar de los perros», dijo Garm. «¿Bolsas de qué tamaño?», dijeron los hombres. «¿Cuántos diamantes?», preguntaron sus mujeres.
«¡Dios mío, Dios mío! ¡Será mi ruina!», gimió el dragón.
«¡Os lo merecéis!», dijo Egidio. «Podéis elegir entre quedar arruinado, o muerto donde estáis.» Blandió a Tajarrabos y el dragón se acobardó.
«¡Decídete!», gritó la gente, cada vez más atrevida y acercándose más.
Crisófilax disimuló; pero en su fuero interno soltó la risa: un espasmo silencioso que nadie percibió. El regateo había comenzado a divertirlo. Resultaba evidente que aquella gente quería obtener algo. Conocían muy poco los caminos del ancho y pérfido mundo; en realidad, no quedaba nadie con vida en todo el reino que tuviese una experiencia auténtica en el trato con los dragones y sus añagazas. Crisófilax estaba recuperando el aliento, y con él su sagacidad. Se pasó la lengua por los labios.
«¡Estipulad la cantidad vosotros mismos!», dijo.
Todos comenzaron a hablar a la vez. Cris6filax escuchaba con interés. Sólo una voz le inquietaba: la del herrero.
«¡Nada bueno saldrá de todo esto, recordad mis palabras!», decía. «Los reptiles jamás regresan, digáis lo que digáis. Pero en cualquier caso, de esto no puede salir nada bueno.»
«No entres en el trato, si no te gusta». le dijeron.
Y así continuaron porfiando, sin hacer mayor caso del dragón.
Crisófilax levantó la cabeza; pero si había pensado saltar sobre ellos o escabullirse durante la discusión, se vio defraudado. El granjero Egidio se encontraba próximo, mordisqueando una paja y cavilando; pero con Tajarrabos en la mano y sin quitarle ojo al dragón.
«¡Sigue echado donde estás!», dijo, «o recibirás tu merecido, haya o no haya oro».
El dragón se aplastó contra el suelo. Por fin nombraron portavoz al párroco, quien se adelantó junto a Egidio. «Bestia vil», dijo, «debes traer hasta este lugar todas tus ¡lícitas riquezas, y después de compensar a todos aquellos a los que has hecho daño, nosotros nos repartiremos el resto equitativamente. Luego, si prometes solemnemente no volver a inquietar nuestras tierras ni incitar a otro monstruo a molestarnos, te dejaremos regresar a casa con la cabeza y la cola íntegras. Y ahora harás juramentos tan solemnes de que vas a volver con el rescate que incluso la conciencia de un reptil se ha de sentir obligada a cumplirlos.»
Crisófilax aceptó, después de unas muestras convincentes de sentir dudas. Hasta, lamentando su ruina, derramó lágrimas ardientes, que formaron humeantes charcos en el suelo; pero no lograron conmover a nadie. Hizo numerosos juramentos, solemnes y sobrecogedores, de que regresaría con todas sus riquezas para la fiesta de San Hilario y San Félix. Lo que le concedía un plazo de ocho días, tiempo demasiado corto para el viaje, como incluso los legos en geografía podían haber comprendido. Sin embargo, le permitieron marchar y lo escoltaron hasta el puente.
«Hasta nuestro próximo encuentro», dijo al cruzar el río. «Estoy seguro de que todos lo estaremos esperando con ansiedad.»
«Nosotros, desde luego, sí», le contestaron. Eran, a todas luces, unos estúpidos. Porque, aunque los compromisos que había contraído deberían haber lastrado su conciencia de remordimientos y de un gran temor a la desventura, él, ¡ay!, carecía en absoluto de conciencia. Y si falta tan lamentable en un ser de imperial linaje quedaba fuera de la comprensión de las mentes sencillas, al menos el párroco con toda su erudición debía haberla presumido. Quizá lo hizo. Era hombre de letras y podía, qué duda cabe, ver en el futuro con mayor profundidad que los demás.
El herrero movió la cabeza mientras regresaba a su herrería.
«Nombres de mal agüero», dijo. «Hilario y Félix. No me gusta cómo suenan.»
El rey, por supuesto, supo con prontitud las nuevas. Se esparcieron por el reino como el fuego y no disminuyeron precisamente mientras se propalaban. El rey se sintió profundamente conmovido por varias razones, de las que las financieras no eran las menores; y decidió personarse en seguida en el pueblo de Ham, donde tan extraordinarias cosas parecían suceder.
Llegó con de una multitud de cortesanos, heraldos y un enorme tren de equipaje. Los vecinos se habían puesto sus mejores ropas y se alineaban en la calle para darle la bienvenida. El cortejo hizo alto en el descampado existente frente a la entrada de la iglesia. Egidio el granjero se arrodilló ante el rey cuando fue presentado; pero el rey le ordenó levantarse, e incluso le dio unas palmaditas afectuosas en la espalda. Los caballeros simularon no darse cuenta de tal familiaridad.
El monarca ordenó que toda la gente acudiera al amplio pastizal que Egidio poseía junto al río; y cuando se hubieron reunido, incluso Garm, que también se sintió aludido, Augustus Bonifacius rex et basileus tuvo a bien dirigirse a ellos.
Les explicó con sumo celo cómo todas las riquezas del malvado Crísófilax le pertenecían a él en calidad de señor de aquellas tierras. No hizo mucho hincapié en su pretensión al título de soberano de la región montañosa, pretensión objetable; en todo caso, «no nos cabe duda», dijo, «que todos los tesoros de ese reptil fueron arrebatados a nuestros antepasados. Pero somos, como todos sabéis, justos y generosos, y nuestro buen vasallo Egidio recibirá una recompensa apropiada. Tampoco quedarán sin una muestra de nuestra estimación nuestros leales súbditos de estas tierras, desde el párroco hasta el niño más pequeño. Estamos muy complacidos con Ham. Aquí al menos el pueblo tenaz e incorruptible conserva todavía el antiguo valor de nuestra raza». Mientras el rey hablaba, sus caballeros comentaban la última moda en sombreros.
Los lugareños hicieron reverencias y cortesías, y le dieron las gracias con gran respeto. Pero en aquel momento todos deseaban haber cerrado el trato con el dragón en las diez libras y haber mantenido el asunto en silencio. Conocían al rey lo suficiente para estar seguros de que, en el mejor de los casos, su estima no alcanzaría aquella cifra. Garm comprobó que no se había mencionado para nada a los perros. Egidio el granjero era el único que se sintió feliz de verdad. Estaba seguro de recibir alguna recompensa, y muy contento, ¡no faltaba más!, de haber salido con bien de un asunto tan feo y con su reputación más alta que nunca entre sus paisanos.
El rey no se marchó. Plantó sus reales en el campo de Egidio y se dispuso a esperar hasta el 14 de enero, intentando pasarlo lo mejor posible en aquel villorrio miserable alejado de la capital. Durante los tres días siguientes la comitiva real terminó con la casi totalidad de¡ pan, mantequilla, huevos, pollos, tocino y cordero, y se bebió hasta la última gota de cerveza añeja que había en el lugar. Luego comenzaron a quejarse por la escasez de provisiones. El rey pagó con largueza por todo (en bonos que más tarde haría efectivos su Tesorería, que esperaba ver ricamente acrecentada en breve); así que la gente de Ham, que no conocía la verdadera situación de las arcas del Estado, estaba más que satisfecha.
Llegó el 14 de enero, festividad de San Hilario y San Félix, y todo el mundo estuvo despierto y preparado desde primeras horas. Los caballeros se revistieron de sus armaduras. El granjero se colocó la cota de malla artesana, y todos se sonrieron sin recato, hasta que vieron el ceño del rey. El granjero se ciñió también a Tajarrabos, que entró en la vaina con toda facilidad y allí permaneció. El párroco se quedó mirando la espada, y movió imperceptiblemente la cabeza. El herrero rompió a reír.
Llegó el mediodía. La gente estaba demasiado ansiosa para prestarle mucha atención a la comida. La tarde pasó lentamente. Y Tajarrabos seguía sin dar muestras de saltar de la funda. Ninguno de los vigías de la colina ni los muchachos que habían trepado a las copas de los árboles más altos fueron capaces de distinguir, ni por tierra ni por aire, señal alguna que anunciase el regreso del dragón.
El herrero se paseaba silbando; pero sólo cuando se echó la noche y salieron las estrellas el resto de los vecinos comenzaron a sospechar que el dragón no tenía ninguna intención de volver. A pesar de todo, recordaban sus solemnes y extraordinarias promesas, y mantuvieron la esperanza. Sin embargo, cuando sonó la medianoche y concluyó el día señalado, su desengaño fue enorme. El herrero estaba encantado.
«Ya os lo advertí», dijo.
Pero no estaban aún convencidos.
«Después de todo, se encontraba muy malherido», dijeron algunos.
«No le dimos tiempo suficiente», dijeron otros.
«Hay una distancia enorme hasta las montañas, y traerá un montón de cosas. Quizá haya tenido que ir a buscar ayuda.»
Pasó el día siguiente, y el siguiente. El desencanto era general. El rey estaba rojo de ira. Se habían agotado vituallas y bebidas, y los caballeros murmuraban abiertamente. Estaban ansiosos de volver a los placeres de la corte. Pero el rey necesitaba dinero.
Se despidió de sus leales súbditos, aunque con sequedad y despego; y canceló la mitad de los bonos de Tesorería. Con Egidio se mostró bastante frío, y lo despidió con una inclinación de cabeza.
«Tendrás noticias nuestras más adelante», dijo; y partió a caballo con sus nobles y heraldos.
Los más crédulos y simples pensaron que pronto llegaría desde la corte un mensaje reclamando a maese Egidio ante el rey para, por lo menos, armarle caballero. Al cabo de una semana se recibió el mensaje, pero su contenido era muy otro. Había tres copias firmadas: una para Egidio, otra para el párroco, y otra para que se clavase en la puerta de la iglesia. Sólo la dirigida al párroco fue de alguna utilidad, porque la escritura usada en la corte era muy peculiar y tan incomprensible para los aldeanos de Ham como los libros en latín. Pero el párroco la vertió al lenguaje común y la leyó desde el púlpito. Era corta y directa (para ser una carta real); el soberano tenía prisa.
«Nos, Augustus B. A. A. A. P. y M. rex, etc., hacemos saber que hemos determinado, para seguridad de nuestros dominios, y para salvaguarda de nuestro honor, que el reptil o dragón que se nombra a sí mismo Crisófilax el Rico debe ser encontrado y castigado convenientemente por su mala conducta, fecharías, felonías y sucio perjurio. Todos los caballeros a nuestro real servicio quedan, en consecuencia, obligados a armarse y estar prestos para esta empresa tan pronto como maese Aegidius A. J. Agricola llegue a nuestra corte. Otrosí, como el dicho Aegidius se ha mostrado hombre fiel y muy capaz de enfrentarse a gigantes, dragones y otros enemigos de la paz del rey, le ordenamos, por tanto, que se ponga inmediatamente en camino y se una con toda presteza a nuestros caballeros.»
La gente comentó que esto suponía un gran honor y el paso previo a ser armado caballero. El molinero sentía envidia. «Nuestro amigo Aegidius está escalando posiciones», dijo. «Espero que nos conozca cuando vuelva.» «Es posible que no vuelva nunca», dijo el herrero. «Ya está bien, cara de penco», dijo el granjero completamente fuera de sí. «¡A la porra con los honores! Si regreso, incluso la compañía del molinero será bienvenida. Pero aun así produce cierto alivio pensar que voy a dejar de veros por algún tiempo.» Y con esto se apartó de ellos. No se le pueden poner excusas al rey, como se hace con los vecinos; así que corderos o no corderos, arar o no arar, leche o agua, tuvo que montar en su yegua torda y emprender la marcha. El párroco acudió a despedirlo:
«Espero que lleves una soga fuerte»:, dijo.
«¿Para qué?», dijo Egidio. «¿Para ahorcarme con ella?»
«¡Vamos! ¡Animo, maese Egidio!», dijo el párroco. que puedes confiar en la buena suelte que tienes. lleva también una soga, porque puedes necesitaría, si no me engañan mis previsiones. Y ahora, ¡adiós, y regresa con bien!»
«¡Ya! Y volver y encontrar toda la casa y las tierras hechas un desastre. ¡Malditos dragones!», dijo Egidio. Luego, poniendo un gran rollo de cuerda en un fardel junto a la silla, montó y partió.
No se llevó el perro, que se había mantenido toda la mañana fuera de su vista. Pero en cuanto se hubo marchado, Garm se arrastró hasta la casa y se quedó allí, aullando y aullando toda la noche, a pesar de la tunda de palos que recibió.
«¡Ay, ay!», gritaba. «Nunca volveré a ver a mi querido amo. Y era tan terrible y magnífico... Me gustaría haberle acompañado, ¡vaya que sí!»
«¡Cierra la boca!», dijo la mujer del granjero, «o no vivirás para comprobar si vuelve».
El herrero oyó los aullidos. «Mal augurio», comentó complacido.
Pasaron muchos días y no hubo nada nuevo. «Cuando no hay noticias, malo», dijo, y se puso a cantar.
Egidio llegó a la corte cansado y cubierto de polvo. Pero los caballeros, con sus pulidas armaduras y luciendo brillantes yelmos, se encontraban ya junto a sus caballos. La llamada del rey al granjero y su inclusión en la expedición habían molestado a los nobles, que se empeñaron en cumplir literalmente las órdenes recibidas y ponerse en marcha en cuanto Egidio llegara. El pobre hombre apenas tuvo tiempo para engullir unas sopas de vino antes de encontrarse de nuevo en camino. La yegua se sintió ofendida. Por fortuna no pudo expresar lo que pensaba del rey, que era algo altamente ofensivo.
Estaba ya bien entrado el día. «Demasiado tarde para comenzar ahora la caza del dragón», pensó Egidio, Pero no fueron muy lejos. Los caballeros, una vez en camino, no mostraban ninguna prisa. Cabalgaban a su capricho, mezclados en desordenada hilera, caballeros, escuderos, siervos y jamelgos cargados con el bagaje y Egidio arrastrándose detrás sobre su cansada yegua.
Cuando llegó el atardecer, hicieron alto y montaron las tiendas. Nadie había tenido en cuenta al granjero, por lo que tuvo que tomar prestado lo que pudo. La yegua estaba indignada y se retractó de su alianza con la Casa de Augustus Bonifacius.
Al día siguiente cabalgaron durante toda la jornada. Al tercero percibieron en la distancia las inciertas e inhóspitas montañas. Al poco se encontraron en regiones en las que la soberanía de Augustus Bonifacius era poco más que nominal. Cabalgaron entonces con mayores precauciones, y se mantuvieron agrupados. El cuarto día alcanzaron las Colinas Salvajes y los límites de las inquietantes tierras donde moraban, se decía, criaturas legendarias. De repente, uno de los que marchaban en cabeza descubrió huellas ominosas sobre la arena, al lado de un riachuelo. Llamaron al granjero.
«¿De qué son, maese Egidio?», le preguntaron.
«Huellas de dragón», contestó.
«¡Ponte en cabeza!», dijeron ellos.
Así que cabalgaron hacia el oeste con Egidio al frente, y todas las anillas iban sonando sobre su jubón de cuero. Claro que poco importaba, porque todos los caballeros marchaban hablando y riendo, y un juglar que con ellos iba entonaba una canción. De cuando en cuando se unían todos al estribillo, y lo cantaban juntos, muy alto y recio. Resultaba enardecedor, porque la canción era buena: había sido compuesta muchos años antes, en aquellos tiempos en que las batallas eran más frecuentes que los torneos. Pero era una imprudencia: todas las criaturas de la región se enteraron de su llegada y en todas las cavernas del oeste los dragones aguzaron las orejas. Ya no había ninguna posibilidad de sorprender al viejo Crisófilax dormitando.
Fortuitamente (o porque le vino en gana), cuando se encontraron por fin bajo la sombra misma de la oscura montaña, la yegua de Egidio el granjero se puso a cojear. Habían comenzado a cabalgar por senderos empinados y pedregosos, ascendiendo con trabajo y creciente inquietud. Poco a poco se fue quedando rezagada en la fila, tropezando y renqueando con un aspecto tan patético y triste que al fin Egidio se sintió obligado a descabalgar y seguir a pie. Pronto se encontraron los últimos, entre las acémilas; pero nadie se enteró. Los caballeros iban discutiendo aspectos de protocolo y etiqueta que absorbían su atención. De otra forma hubieran notado que las huellas de dragón eran ahora numerosas y patentes.
Habían llegado, en efecto, a los lugares que Crisófilax recorría con frecuencia o en los que descansaba después de su ejercicio diario al aire libre. Las colinas más bajas y los ribazos de ambos lados del camino aparecían pisoteados y requemados. Había muy poca hierba y los retorcidos muñones de brezos y aliagas destacaban ennegrecidos sobre amplias zonas de ceniza y tierra calcinada. Aquellos parajes habían sido durante muchos años el campo de esparcimiento del dragón. Sobre ellos se alzaba una oscura pared montañosa.
Egidio iba preocupado por su yegua; pero contento de la excusa que le proporcionaba para no continuar tan destacado. No le había complacido en absoluto encabezar semejante cabalgata en aquellos lugares amenazadores y hostiles. Poco después se sintió mucho más contento aún, y tuvo razones para dar gracias a su fortuna (y a su yegua). Porque justo hada mediodía (era la fiesta de la Candelaria y el séptimo día de viaje) Tajarrabos saltó de la vaina y el dragón de su cubil.
Sin aviso ni formalidad alguna, avanzó reptando para presentar batalla. Se abalanzó rugiente sobre ellos. Lejos de sus dominios no se había mostrado demasiado valiente, a pesar de su antiguo e imperial linaje. Pero ahora lo embargaba la ira, porque estaba luchando a las puertas mismas de su casa y en defensa de todos sus tesoros. Salió tras el reborde de una montaña como un torrente de rayos, con el estruendo de una galerna, y una ráfaga de fuego relampagueante.
La discusión sobre el protocolo quedó cortada en seco. Todos los caballos se apartaron a uno u otro lado, y algunos de los jinetes acabaron desmontados. Las acémilas, la impedimenta y los siervos dieron media vuelta y salieron corriendo. Ellos. no albergaban duda alguna sobre el orden de prioridad. De pronto una nube de humo los envolvió a todos y desde su interior el dragón cargó contra la cabeza de la fila. Varios caballeros resultaron muertos, sin tener ocasión de poder lanzar un desafío formal. Y varios otros derribados con caballo y todo. En cuanto a los demás, sus corceles decidieron por ellos, dando media vuelta y saliendo disparados, llevándose a sus dueños de grado o por la fuerza. Bien es cierto que la mayoría lo estaba deseando.
Pero la vieja yegua torda no se movió. Puede que temiera romperse las patas en el pedregoso y empinado sendero. Quizás se encontraba demasiado cansada para salir corriendo.Además estaba profundamente convencida que un dragón, cuando utiliza las alas, es más peligroso detrás de ti que delante, y se necesitaba más velocidad que un caballo de carreras para que la huida tuviese éxito.por otro ledo, ella había visto a este Crisófilax en ocasiones anteriores y recordaba como lo había perseguido por los campos y el río, allá en su tierra, hasta que cayó dominado en la calle mayor del pueblo.De forma que afianzó bien las cuatro patas y soltó un bufido. Egidio estaba todo lo pálido que su tez le permitía, pero se mantuvo a su lado, no veía que otra cosa podía hacer.
Y así sucedió que el dragón, al cargar línea abajo, se encontró de sopetón a su viejo enemigo con Tajarrabos en la mano. Aquello era lo último que esperaba. Se desplomó a un lado, como un enorme murciélago y se desplomó sobre el ribazo próximo al camino. Allí se presentó la yegua torda, olvidada casi de su cojera. Egidio, más envalentonado, se había encaramado a su lomo con toda premura.
Perdonad, dijo pero, ‘estabais buscándome por casualidad?
Ni mucho menos, dijo Crisófilax. Quién iba a pensar en encontraros aquí. Sólo había salido a volar un rato.
Entonces ha sido nuestra buena suerte la que nos ha guiado, dijo Egidio. Y es un placer para mí, porque yo sí os estaba buscando. Es más, tenemos un asunto' pendiente; varios, para ser más precisos.»
El dragón pegó un bufido. Egidio levantó la mano para resguardarse del ardiente vapor, y con un destello Tajarrabos se proyectó hacía adelante, peligrosamente próxima al hocico del dragón.
«¡Eh!», gritó, dejando de resoplar. Comenzó a temblar, retrocedió y se le heló todo su fuego interior. «¿No habréis venido, supongo, a matarme, buen maese?», síseó.
«No, no», dijo el granjero. «Yo no he dicho nada de matar.» La yegua torda dio un respingo.
«¿Qué hacéis, entonces, si me permitís la pregunta, con todos estos caballeros?», dijo Crisófilax. «Ellos siempre matan dragones, si no los matamos nosotros primero a ellos.»
«Yo no estoy haciendo nada ni tengo nada que ver con toda esa gente», dijo Egidio. «Y de todas formas, están ya todos muertos o en fuga. ¿Qué pasa con lo que prometisteis en Epifanía?»
«¿Qué de qué?», dijo Crisófilax con ansiedad.
«Lleváis casi un mes de retraso», dijo Egidio, «y el plazo está vencido. He venido a cobrar. Deberíais pedirme perdón por todas las molestias que he tenido que aguantar».
«Desde luego, desde luego», dijo él. «Desearía que no os hubieseis molestado en venir.»
«Esta vez te costará hasta la última moneda, y sin trucos de mercachifle», dijo Egidio, «o morirás y yo colgaré tu piel de la torre de la iglesia para que sirva de escarmiento».
«¡Qué crueldad!»
«Un trato es un trato», dijo Egidio.
« ¿ No puedo quedarme con un anillo o dos y una pizca de oro por pagar en efectivo?»
«Ni un botón de hojalata», dijo Egidio. Y así estuvieron durante un rato, regateando y discutiendo como la gente en el mercado. Sin embargo, el final fue el que os habréis imaginado; porque, digan lo que digan, pocos habían conseguido engañar nunca a Egidio en un regateo.
El dragón se vio obligado a regresar a pie a su cubil, pues Egidio se puso a su costado, manteniendo muy cercana a Tajarrabos. El sendero, que zigzagueaba montaña arriba, era tan estrecho que malamente cabían los dos. La yegua subía justo detrás y parecía muy pensativa.
Eran cinco millas, todo un paseo de dura marcha. Y Egidio caminaba con esfuerzo, soplando y resoplando, pero sin quitarle ojo al dragón. Por fin llegaron a la boca de la cueva, en el lado oeste de la montaña. Era enorme, negra y amenazadora, y sus puertas de cobre giraban sobre grandes pilares de hierro. Era patente que en tiempos hacía mucho olvidados había sido una morada rica y ostentosa, pues los dragones no levantan tales construcciones ni cavan semejantes galerías, sino que habitan, cuando les es posible, en los mausoleos y criptas de señores poderosos y gigantes de antaño. Las puertas de esta profunda mansión se abrieron de par en par, y a su sombra hicieron alto. Hasta entonces Crisáfilax no había tenido oportunidad de escapar, pero al verse a las puertas de casa dio un salto y se dispuso a precipitarse dentro.
Egidio el granjero le golpeó de plano con la espada. « ¡Ojo!», le dijo. «Antes de que entres quiero decirte una cosa. Si no sales pronto y con algo que merezca la pena, entraré a buscarte y para empezar te cortaré la cola.»
La yegua dio un resoplido. No podía imaginarse a Egidio bajando solo a la madriguera de un dragón ni por todo el oro del mundo. Pero Crisófilax estaba dispuesto a creerlo a la vista del brillo y filo de Tajarrabos. Y es posible que tuviese razón, y que la yegua, con toda su sabiduría, no hubiese comprendido aún la transformación de su amo. Egidio estaba ayudando a su propia suerte, y tras dos encuentros comenzaba a imaginarse que no había dragón capaz de hacerle frente.
Y bien, allí estaba Crísófilax otra vez al cabo de póquísimo tiempo, con veinte libras de a doce onzas en oro y plata y un cofre de anillos, collares y otras alhajas.
«Aquí está», dijo.
«¿Dónde?», inquirió Egidio. «Esto no es ni la mitad del pago, si es a lo que te refieres. Y juraría que tampoco la mitad de lo que posees.»
«¡No, no, por supuesto!», dijo el dragón, bastante inquieto al comprobar que el ingenio del granjero parecía haberse agudizado desde que se vieran en el pueblo. « ¡Claro que no! Pero no puedo sacarlo todo de una vez.» «Ni de dos, aseguraría yo», dijo Egidio. «Adentro de nuevo, y vuelve rápido, o te haré probar el acero de Tajarrabos.»
«¡No!», protestó el dragón. Y se lanzó cueva adentro, volviendo a salir a toda velocidad.
«Aquí tenéis», dijo, colocando en el suelo una enorme cantidad de oro y dos cofres de diamantes.
«Ahora inténtalo otra vez», dijo. el granjero. «Pero inténtalo con más ganas.»
«¡Qué crueldad, qué crueldad!», dijo el dragón mientras volvía al interior una vez más.
Para entonces la yegua torda comenzaba a mosquearse por su cuenta.
«¿Quién va a llevar a casa toda esa carga tan pesada, me pregunto yo?», pensaba Y echó una mirada tan lara y triste -a las talegas y cofres que el granjero adivinó su inquietud.
«No te preocupes, muchacha», dijo. «Obligaremos al viejo reptil a hacer el porte.»
«¡Piedad!», dijo el dragón, que había alcanzado a oír aquellas palabras cuando salía de la cueva por tercera, más cargado que nunca y con una gran cantidad de ricas joyas semejantes a fuegos rojos y verdes. «¡Piedad! Llevar todo esto será mi muerte, y no podría cargar un solo fardo más así me matéis.»
«Entonces hay todavía más, ¿no es cierto?», dijo el granjero.
«Sí. Lo suficiente como para seguir viviendo con dignidad.» Por una vez, cosa extraordinaria, se acercaba a la verdad, y le resultó provechoso.
«Si me dejáis lo que queda», dijo con gran astucia, «seré siempre vuestro amigo. Y llevaré todo este tesoro a casa de vuestra señóría. y no a la del rey. Y lo que es más, os ayudaré a conservarlo.»
Sacó entonces el granjero un palillo de dientes con la mano izquierda, y se tomó un minuto de profunda reflexión. «¡De acuerdo!», dijo al fin, mostrando una discreción laudable. Un caballero se habría mantenido en sus trece para conseguir todo el botín, y lo hubiera logrado, aunque cargando además con una maldición. Era casi seguro que, si Egidio empujaba al reptil a la desesperación, éste se revolvería al finall y presentaría batalla, con o sin Tajarrabos. En cuyo caso Egidio, de no resultar él mismo muerto, se vería obligado a matar a su hipotética acémila y dejar la mayor parte de sus ganancias en la montaña.
Bien, ya había tomado la decisión. El granjero se llenó los bolsillos de joyas, no fuese a salir algo mal, y colocó una pequeña carga sobre la yegua. Todo lo demás lo ató a la espalda de Crisófilax en cofres y talegas, hasta que éste pareció el carro de mudanzas de palacio. No había posibilidad de que se escapara volando, porque la carga era demasiado grande y Egidio le había amarrado las alas.
«Esta cuerda ha resultado ser extremadamente útil, en medio de todo», pensó, v se acordó con gratitud del párroco.
De modo que el dragón salió trotando entre soplido y resoplido, con la yegua pisándole los talones y el granjero enarbolando la brillante y amenazadora Tajarrabos. No se atrevió a intentar ningún truco.
A pesar de la carga, la yegua y el dragón fueron más veloces al regreso que la cabalgata a la venida. Porque maese Egidio tenía prisa (y no era la razón de menos peso que escasease la comida en sus alforjas). Tampoco confiaba mucho en Crisófilax, después de haber quebrantado juramentos v compromisos solemnes, y se preguntaba cuánto más podría avanzar de noche sin peligro de muerte o de pérdidas irreparables. Pero antes de que oscureciese la suerte lo favoreció de nuevo, porque dieron alcance a media docena de siervos y acémilas que habían salido huyendo Y ahora se encontraban perdidos en las Colinas Salvajes.' Sorprendidos al verle, escaparon llenos de temor; pero Egidio los llamó a voces.
«¡Eh, muchachos!», dijo, «¡Volved! Tengo un trabajo para vosotros, y buenas soldadas mientras dure este viaje.»
Entraron, pues, a su servicio, contentos de tener un guía y de que su sueldo llegase ahora con mayor regularidad de lo que había sido costumbre. A partir de entonces la cabalgata la formaron siete hombres, seis mulas, una yegua y un dragón; y Egidio comenzó a sense como un lord y a hincharse como un pavo. Se detuvieron lo menos posible. Por la noche Egidio amarró cuatro estacas, una para cada pata, y puso turnos de tres hombres que lo vigilasen. La yegua torda durmió con un ojo abierto, no fuera que los hombres ,intentasen por su cuenta algún truco.
Al cabo de tres días llegaron a los límites de su propio territorio, y su llegada causó un estupor y conmoción como pocas veces se había visto de costa a costa. En la primera aldea en que pararon les sirvieron comida y bebida gratis, y la mitad de los mozos quisieron unirse al cortejo. Egidio escogió una docena de jóvenes de buen porte. Les prometió sueldos saneados y les compró las mejores monturas que pudo encontrar. Comenzaba a pensar en el futuro.
Tras descansar allí un día, partió de nuevo seguido de su renovada escolta. Cabalgaban entonando canciones en su honor, que, aunque improvisadas, a él le sonaban a música celestial. Algunas gentes lo aclamaban y otras se alborozaban. Era un espectáculo alegre y sorprendente a la vez.
Al poco, Egidio el granjero viró hacia el sur y puso rumbo a su casa sin llegarse a la corte ni enviar ningún mensaje. Pero la noticia del regreso de maese Egidio se extendió como un incendio bajo el viento del oeste, y causó gran sorpresa y confusión. Porque su llegada coincidió con los últimos ecos de un decreto real, que ordenaba a todas las villas y pueblos guardar luto por la pérdida de aquellos valientes caballeros en el paso de las montañas.
Por doquiera que Egidio iba se olvidaba el luto, se lanzabanlas campanas al vuelo y la gente se agolpaba a la vera del camino, gritando y agitando gorros y pafñuelos. Y abucheaban de tal forma al pobre dragón que empezó a arrepentirse del trato que había hecho. Aquello resultaba de lo más humillante para alguien de antiguo e imperial linaje. Cuando llegaron a Ham, todos los perros le ladraron con desprecio; todos menos Garm, que sólo tenía ojos, orejas y nariz para su amo. La verdad es que casi perdió la cabeza, e. iba dando volteretas a todo lo largo de la calle.
Ham, por supuesto, deparó al granjero una bienvenida extraordinaria; pero probablemente nada le agradó más que encontrar al molinero sin una pulla que llevarse a la boca, y al herrero completamente desorientado.
«Aquí no se ha terminado todo. Recordad mis palabras», dijo. Pero no encontró nada peor que pronosticar y movió la cabeza con pesadumbre. Egidio, con sus seis - hombres, la docena de garridos mozos, el dragón y demás, subió colina arriba y allí permaneció durante algún tiempo. Sólo el párroco recibió invitación para visitarlo en casa.
Pronto llegaron las noticias a la capital y la gente, olvidando el luto oficial e incluso sus propios quehaceres, se echó a la calle. Todo eran voces y algarabía.
El rey se encontraba en su mansión, mordiéndose las uñas y mesándose la barba. Entre el desconsuelo y la rabia (y la preocupación financiera) se había puesto de un humor tan negro que nadie se atrevía a hablarle. Por fin el jolgorio de la calle llegó a sus oídos. Aquello no sonaba a lamentaciones ni a llanto.
«¿A qué se debe todo ese ruido?», preguntó. «Ordenad a la gente que se vaya a sus casas y que guarden decentemente el luto. Esto parece un mercado de aves.» «El dragón ha vuelto, señor», le contestaron. «¿Qué?», dijo el rey. «Reunid a todos los caballeros, lo que quede de ellos.»
«No hay necesidad, milord», contestaron. «Con maese Egidio a sus espaldas el dragón es la docilidad misma. Por lo menos, así se nos ha informado. Las noticias acaban de llegar y son contradictorias.»
«¡Dios bendito!», dijo el rey, visiblemente aliviado. «Y pensar que habíamos ordenado celebrar pasado mañana un oficio fúnebre por ese individuo. ¡Que lo supriman! ¿Hay alguna noticia de nuestro tesoro?»
«Los informes hablan de una auténtica montaña, señor», contestaron.
«¿Cuándo llegará?», preguntó el rey con ansiedad. «Un buen hombre ese Egidio. ¡Pasadle a nuestra presencia en cuanto llegue!»
Se produjo una cierta demora a la hora de responder. Por último, alguien se armó de valor y dijo: «Perdonad, señor, pero hemos oído que el granjero se ha desviado hacia su casa. Sin duda se apresurará a presentarse aquí tan pronto como se halle convenientemente ataviado.» «Sin duda», dijo el rey. «Pero ¡mal haya su atuendo! No tenía excusa para irse a casa sin rendir cuentas. Estamos muy disgustados.»
La primera oportunidad llegó y pasó, al igual que muchas otras. De hecho, Egidio llevaba ya una semana larga en casa y la corte no había recibido aún noticias o mensajes suyos.
Al décimo día la ira del rey estalló. «¡Mandad traer a ese individuo!», dijo; y lo trajeron. Costaba un día de duro cabalgar llegar a Ham, y otro tanto volver.
«¡No quiere venir, señor!», anunció un tembloroso mensajero al cabo de dos días.
«¡Rayos del cielo!», tronó el rey. «¡Mandadle que se presente el próximo martes, o lo arrojaré en prisión de por vida! »
«Perdonad, señor, pero aún así se niega a venir», dijo un acongojadísimo mensajero tras regresar solo el martes.
«¡Diez mil truenos!», exclamó el rey. «¡Encerrad inmediatamente a ese individuo! Mandad ahora mismo a unos cuantos hombres para que traigan encadenado a ese patán», gritó a los que se encontraban a su alrededor. «¿Cuántos...?», tartamudearon. «Está el dragón y... Tajarrabos v ... »
«¡Y majaderías y bobadas!», dijo el rey. Luego mandó traer su caballo blanco, reunió a sus caballeros (o lo que quedaba de ellos) y una compañía de hombres de armas, y partió al galope con fiera rabia. Toda la gente salió de sus casas sorprendida.
Pero Egidio el granjero se había convertido en algo más que un héroe: era el ídolo local; y la gente no vitoreó al paso de los caballeros y hombres de armas, aunque aún se descubrieron ante el rey. A medida que se acercaban a Ham el ambiente se hacía más sombrío; en algunos pueblos los vecinos se encerraron en sus casas y no se dejaron ver.
Aquello transformó la ira ardiente del rey en fría cólera. Su aspecto era torvo cuando llegó al galope hasta el río tras el que se encontraban Ham y la casa del granjero. Había pensado poner fuego al lugar. Pero allí estaba Egidio, en el puente, sobre su yegua torda y con Tajarrabos al puño. No había nadie más a la vista, a excepción de Garm, echado sobre el camino.
«¡Buenos días, señor!», dijo Egidio, alegre como unas .pascuas y sin esperar a que le dirigiesen la palabra.
El rey le lanzó una fría mirada. «Tus maneras no son las más apropiadas ante Nos», dijo, «pero eso no te excusa de presentarte cuando se te llama».
«No pensaba hacerlo, señor. Eso es todo», dijo Egidio. «Tengo asuntos propios en los que ocuparme, y ya he desperdiciado mucho tiempo en vuestro servicio.» «¡Diez mil truenos!», contestó el rey, otra vez rojo de ira. «¡Al demonio contigo y tu insolencia! Después de esto no obtendrás recompensa ninguna y serás muy afortunado si escapas a la horca. Porque te haré ahorcar a menos que supliques nuestro perdón aquí y ahora, y nos devuelvas la espada.»
«¿Cómo?», dijo Egidio. «Reconozco que ya he recibido mi premio. Lo que se da no se quita, decimos aquí. Y estoy seguro de que Tajarrabos está mejor en mis manos que en las de vuestra gente. Y, por cierto, ¿a qué se debe tanto caballero y soldado? Si venís de visita, con menos hubieseis sido bien recibidos. Si queréis llevarme, os harán falta muchos más.»
El rey se sofocó; los caballeros se pusieron muy colorados y bajaron los ojos al suelo. Algunos de los hombres de armas que se encontraban a espaldas del monarca se permitieron una sonrisa.
«¡Dame mi espada!», gritó el rey, recuperando la voz, pero olvidando el plural mayestático.
«¡Dadnos vuestra corona!», dijo Egidio: una afirmación inusitada, como nunca hasta entonces se había oído en todos los días del Reino Medio.
«¡Rayos del cielo! ¡Cogedle y atadle!», gritó el rey justamente encolerizado por lo que había oído. «¿A qué esperáis? ¡Prendedie o matadle!»
Los soldados avanzaron.
«¡Socorro, socorro, socorro!», aulló Garm.
Justo en aquel momento de debajo del puente asomó el dragón. Había permanecido sumergido, oculto en el extremo más lejano. A la sazón dejaba escapar un terrible chorro de vapor, pues había tragado muchos galones de agua. Inmediatamente se formó una densa niebla en la que sólo se veían los ojos rojos del dragón.
«¡Volved a casa, estúpidos», bramó, «o acabaré con vosotros! En el paso montañoso yacen fríos ya muchos caballeros, y pronto habrá más en el río. ¡Todos los corceles y hombres del rey!», rugió, y saltó hacia adelante y clavó su garra en la blanca montura del monarca, que salió galopando como los diez mil truenos que su amo mencionaba tan a menudo. Los otros caballos lo siguieron con la misma celeridad: algunos ya se las habían visto antes con el dragón y no guardaban buen recuerdo. Los hombres de armas se dispersaron como Dios les dio a entender en todas las direcciones menos la de Ham.
El caballo blanco, que sólo tenía algunos rasguños, no logró ir muy lejos. El rey lo obligó pronto a dar la vuelta. Todavía podía gobernar su caballo; y nadie iba a decir que temía a alguien en este mundo, hombre o dragón. Para cuando volvió, ya se había disipado la niebla, al igual que los caballeros y soldados. Ahora las cosas presentaban otro aspecto, con el rey completamente solo dirigiendo la palabra a un resuelto granjero, que para colmo contaba con Tajarrabos y el dragón.
Pero la entrevista no sirvió de nada. El granjero Egidio era obstinado. No estaba dispuesto -a ceder, aunque tampoco a luchar, por más que el rey lo retó a combate singular allí y en aque', momento.
«No, milord», dijo riéndose. «Volved a casa y calmaos. No quiero haceros daño, pero será mejor que os marchéis o no podré responder del dragón. ¡Buenos días!* Y así dio fin la Batalla del Puente de Ham. El rey no vio nunca ni un penique del tesoro ni recibió disculpa ninguna de Egidio el granjero, que comenzaba a tener un concepto más elevado de sí mismo. Lo que es más, desde aquel día terminó la influencia del Reino Medio en aquella zona. En un radio de muchas millas la gente aceptó a Egidio como señor. El rey, con todos sus títulos, no pudo conseguir ni un solo hombre que luchase contra el rebelde, que había pasado a ser el ídolo del país y protagonista de baladas; y resultó imposible silenciar todas las canciones que celebraban sus gestas. La preferida era aquella que recordaba, en cien pareados épico-cómicos, el encuentro sobre el puente.
Crísófilax permaneció largos años en Ham para beneficio de Egidío, porque todo el mundo respeta al que posee un dragón domesticado. Se le había acomodado, con permiso del párroco, en el granero de los diezmos, donde lo custodiaban los doce robustos jóvenes. De esta forma nació el primero de los títulos de Egidio: Domínus de Domito Serpente, que en lengua vulgar quiere decir Señor del Reptil Domado. Como tal se le reconoció en muchos lugares; pero aún pagaba un tributo simbólico al rey: seis rabos de buey y un jarro de cerveza, que debía entregar el día de San Matías, aniversario del encuentro en el puente. Al poco, sin embargo, cambió el título de Señor por el de Conde, y el Condado del Reptil Domado fue en verdad muy extenso.
Después de algunos años se convirtió en el Principe Julius Aegidius y dejó de pagar el tributo. Porque Egidio, que era inmensamente rico, se había construido un palacio de gran magnificencia y había reunido un poderoso contingente de hombres de armas. Tenía una apariencia elegante y galana, ya que su atuendo era el mejor que podía encontrarse en el mercado. Cada uno de los doce garridos mozos ascendió a capitán. Garm tenía un collar de oro, y mientras vivió pudo vagar a sus anchas, feliz y orgulloso, e insufrible para sus congéneres. Esperaba que los demás perros le otorgasen el respeto que engendraba el temor y magnificencia de su amo. La yegua torda vivió en paz el resto de sus días, sin dejar nunca entrever sus pensamientos.
Por fin Egidio llegó a rey, por supuesto, rey del Pequeiño Reino. Fue coronado en Ham con el nombre de Aegidius Draconarius; pero sé le conocía más bien como el buen Egidio el del Dragón. Como la lengua vernácula se puso de moda en la corte, no utilizó el latín en ninguno de sus discursos. Su mujer resultó una reina de amplio relieve y majestad y llevó con mano firme la economía domestica. No había modo de buscarle la vuelta a la Reina Agueda; y se comprende, sí se tiene en cuenta el volumen de la dama.
Y así Egidio se hizo por fin viejo y venerable, con una barba blanca que le Regaba hasta los pies y una corte respetable (en la que el mérito con frecuencia recibía su recompensa) y una orden de caballería completamente nueva: los Guardianes del Dragón, con este animal por emblema. Los doce jóvenes garridos fueron los miembros fundadores.
Hay que admitir que en gran medida Egidio debió su engrandecimiento a la suerte, aunque también demostró sentido común a la hora de sacarle partido. Tanto la fortuna como el buen sentido lo acompañaron hasta el fin de sus días para cumplido beneficio de sus amigos y vecinos. Compensó con munificencia al párroco, e incluso el herrero y el molinero tuvieron su parte. Porque Egidio podía permitirse el lujo de ser generoso. Pero tan pronto como llegó a rey, dictó una ley severísima contra las profecías de mal agüero e hizo de la molienda un monopolio real. El herrero cambió su trabajo por el de enterrador, pero el molinero se convirtió en un obsequioso servidor de la Corona. El párroco llegó a obispo y estableció su sede en la iglesia de Ham, tras una adecuada ampliación.
Los Draconarii (guardianes del dragón) edificaron en honor de éste, origen de su fortuna y fama, una gran mansión a unas cuatro millas al oeste de Ham, sobre el lugar en que Egidio y Crisófilax se habían encontrado por primera vez. En todo el reino se conoció aquel lugar como Aula Draconaria, o en lengua vernácula Palacio del Dragón, en recuerdo del rey y su estandarte.
La faz de la tierra ha cambiado desde entonces y han surgido y se han eclipsado muchos reinos; han caído los árboles y los ríos han modificado su curso; sólo quedan las montañas y aún éstas erosionadas por los vientos y las lluvias... Pero en los días de que había esta historia el Palacio del Dragón fue Sede Real y el estandarte con su figura ondeaba sobre los árboles. Y la vida transcurrió allí alegre y feliz mientras Tajarrabos permaneció sobre la tierra.

Epílogo

Una y otra vez Crisóilax pedía la libertad; y su alimentación resultaba demasiado costosa, ya que continuaba creciendo, pues los dragones lo hacen a lo largo de toda su vida, lo mismo que los árboles. Así que después de unos cuantos años, cuando Egidio ya se sintió seguro en el trono, dejó al pobre reptil volver a su casa. Se separaron con manifestaciones de mutua estima y un pacto de no agresión por ambas partes. En lo más negro de su corazón el dragón sentía por Egidio toda la simpatía que uno de su especie puede sentir hacia los demás. Después de todo estaba Tajarrabos. Podían haberle quitado la vida con facilidad, e incluso todo su botín. Porque resultaba que aún tenía un buen montón de riquezas en su cueva, como Fgiiío había sospechado.
Emprendió su vuelo de regreso hacia las montañas, lento y trabajoso, pues las alas se le habían entumecido con tan larga inactividad, y su tamaño y su caparazón habían crecido enormemente. Una vez en casa echó a la calle a un joven dragón que había tenido la temeridad de establecerse en ella mientras Crisófilax estaba fuera. Se cuenta que el fragor de la pelea se oyó por toda Venedotia. Cuando terminó de devorar con gran satisfacción a su derrotado oponente, se sintió mejor y se mitigaron las cicatrices de su humillación, y durmió durante un largo período. Despertó por fin súbitamente e inició la búsqueda del mayor y más estúpido de los gigantes, que había comenzado todo el asunto una noche de verano, hacía ya mucho tiempo. Le dijo lo que pensaba de él, y el pobre individuo se quedó todo apabullado.
«Un trabuco, ¿eh?», dijo rascándose la cabeza. «Yo creí que eran tábanos.»

FINIS, o en idioma vernáculo FIN.

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