Egidio, el granjero de Ham
QUINTA PARTE (Y FINAL)
Al
día siguiente el dragón se dirigió hacia el vecino pueblo de
Quercetum (Oakley en lengua vulgar). No sólo devoró ovejas, vacas
y uno o dos niños de tierna edad, sino que se comió también al
párroco. De forma harto imprudente el cura había intentado
disuadirle de seguir por los senderos del mal. Aquel suceso produjo
una tremenda conmoción. Todos los habitantes de Ham, con su propio
párroco a la cabeza, subieron a la colina y se presentaron ante el
granjero Egidio.
«Dependemos
de ti», dijeron; y se quedaron a su alrededor mirándolo hasta que
la faz del granjero se puso más roja que su barba.
«¿Cuándo
vas a entrar en acción?»
«Bueno,
hoy no puedo hacer nada. Y no se hable más», dijo. «Tengo un
trabajo enorme, porque está enfermo mi vaquerizo y... Ya veré.»
Se
marcharon. Pero al atardecer corrió el rumor de que el dragón se
encontraba incluso más cerca, así que todos volvieron.
«Dependemos
de ti, maese Egidio», dijeron.
«Ya,
ya», les contestó. «En estos momentos me es prácticamente
imposible. La yegua se ha mancado y las ovejas están ya en época
de parir. Me ocuparé de ello en cuanto pueda.»
Así
que se fueron de nuevo, no sin ciertos murmullos y cuchicheos. El
molinero hacía bromas a su costa. El párroco se quedó y no hubo
manera de deshacerse de él. Se invitó a cenar y dejó caer algunas
indirectas. Incluso quiso saber qué había sido de la espada e
insistió en verla. Yacía ésta sobre la balda de un armario en el
que cabía con apreturas, y tan pronto como Egidio la sacó ella
misma se desenvainó como un rayo, y el granjero dejó caer la vaina
como si estuviera al rojo. El párroco se puso en pie de un salto,
volcando la cerveza. Levantó con sumo cuidado la espada y trató de
volverla a la funda, pero no llegaba a entrar ni un solo palmo:
volvía a salirse limpiamente en cuanto apartaba la mano de la
empuñadura.
«¡Dios
mío! ¡Qué cosa más extraña!», dijo el párroco, y se puso a
observar con detenimiento funda y hoja. El era un hombre culto,
mientras que el granjero sólo podía reconocer con dificultad las
letras unciales y no era capaz de leer con seguridad ni su propio
nombre. Debido a ello, nunca había prestado atención a las
extrañas letras que se podían apreciar borrosamente sobre la vaina
y espada. Por lo que respecta al armero del rey, estaba tan
acostumbrado a las runas, nombres y otros símbolos de poder y
prestancia inscritos en las espadas y sus fundas que no se había
preocupado mucho por ellas; en cualquier caso, pensó que era una
antigualla.
Pero
el párroco las contempló durante largo rato y arrugó el entrecejo.
Verdad es que había esperado encontrar alguna inscripción en la
espada o en la vaina, y en realidad ésta era la idea que se le había
ocurrido el día anterior; mas ahora estaba sorprendido por lo que
veía, porque eran letras y signos (ciertamente), aunque no podía
entender ni jota.
«Hay
una inscripción en la vaina y algunos signos...mm... epigráficos
pueden verse también sobre la hoja», dijo.
«¿De
verdad?», dijo Egidio. «¿Y qué pueden significar?»
«Los
caracteres son arcaicos y la lengua bárbara»> dijo el párroco
para ganar tiempo, «será necesario un estudio más detenido». Le
rogó que le prestara aquella noche la espada, a lo que el granjero
accedió encantado.
Cuando
el párroco hubo regresado a casa, tomó de su biblioteca un montón
de libros de consulta y se quedó trabajando durante buena parte de
la noche. La mañana trajo la noticia de que el dragón se
encontraba aún más cerca. Todos los vecinos de Ham echaron el
cerrojo a sus puertas y cerraron las ventanas; y los que tenían
bodegas bajaron a ellas y allí se quedaron sentados, temblando a la
luz de las velas.
Pero
el párroco se deslizó fuera y fue de puerta en puerta diciendo a
todo el que quería oírle a través de una rendija o del ojo de la
cerradura lo que había descubierto en su estudio.
«Nuestro
buen Egidio», decía, desde ahora, por la gracia del rey, el
poseedor de Caudimordax, la famosa espada que los romances populares
casi siempre llaman Tajarrabos.»
Los
que oían este nombre abrían por lo general la puerta. Conocían la
fama de Tajarrabos, pues aquella espada había pertenecido a
Bellomarius, el más poderoso exterminador de dragones de todo el
reino. Algunas crónicas lo consideraban tatarabuelo materno del
rey. Eran innumerables las baladas y leyendas de sus hechos, que,
aunque olvidados en la corte, aún se recordaban en las aldeas.
«Esta
espada», dijo el párroco, «no puede permanecer enfundada mientras
haya un dragón en un radio de cinco millas; y no hay duda de que,
blandida por la mano de un valiente, no hay dragón que pueda
resistírsele.»
La
gente comenzó a recobrar los ánimos; algunos incluso abrieron las
ventanas y asomaron la cabeza. Al final el párroco convenció a
unos pocos para que se le uniesen; pero sólo el molinero iba de
verdad contento. Ver a Egidio metido en un buen aprieto compensaba,
en su opinión el riesgo.
Subieron
la colina, no sin dirigir ansiosas miradas hacia el norte, más allá
del río. No había señal del dragón. Probablemente estuviera
durmiendo: se había estado hartando durante toda la Navidad.
El
párroco (y el molinero) aporrearon la puerta del granjero. No hubo
respuesta, así que aporrearon más fuerte. Por fin apareció Egidio,
el rostro todo enrojecido. También él había pasado sentado gran
parte de la noche, bebiendo una buena cantidad de cerveza; y continuó
con ella tan pronto se levantó.
Todos
se arracimaron a su alrededor, llamándole Buen Aegidius, Osado
Ahenobarbus, Gran Julius, Fiel Agricola, Orgullo de Ham, Héroe de la
Región. Y hablaron de Caudimordax, de Tajarrabos, de la Espada Que
No Se Podía Enfundar, Muerte o Victoria, la Gloria de la Caballería
Rural, la Espina Dorsal del País, Dechado de Ciudadanos, hasta que
la cabeza del granjero se hizo irremisiblemente un lío.
«
i Basta ya! i De uno en uno! », dijo cuando tuvo oportunidad. «¿Qué
significa todo esto? ¿Qué significa todo esto? Estoy muy ocupado,
¿entendéis?»
De
modo que dejaron que el párroco explicara la situación. Entonces
tuvo el molinero el placer de ver al granjero en el mayor apuro que
podía desearle. Pero las cosas no salieron exactamente como
esperaba. Por un lado, Egidio había trasegado un montón de
cerveza; por otro, mostró un curioso sentido de orgullo y
envalentonamiento cuando supo que, en realidad, su espada era
Tajarrabos. En su niñez le habían gustado mucho las leyendas sobre
Bellomarius, y antes de llegar a la madurez había deseado algunas
veces poseer la espada maravillosa de un héroe. Se le ocurrió,
pues, de improviso que podía blandir a Tajarrabos y salir a dar caza
al dragón. Pero se había pasado toda la vida regateando, de modo
que hizo un esfuerzo más para dar largas al asunto.
«¡Cómo!»,
dijo. «¿Yo cazando dragones? ¿Con estas calzas viejas y este
chaleco? Los enfrentamientos con dragones precisan de algún tipo de
armadura, según tengo entendido. En esta casa no hay ninguna. Y no
hay más que hablar». dijo.
Todos
estuvieron de acuerdo en que el caso era un tanto peliagudo;
enviaron, pues, a buscar al herrero. El herrero movió la cabeza.
Era un hombre lento, sombrío, al que apodaban Sam el Soleado, aunque
su verdadero nombre era Fabricius Cunctator. Nunca silbaba mientras
hacía su trabajo, a no ser que se hubiese producido un desastre
después de que él lo hubiera predicho (una helada en mayo, por
ejemplo). Como se pasaba el día entero anunciando catástrofes de
todo tipo, pocas ocurrían sin que las hubiese anticipado; de forma
que se apuntaba los aciertos. Era su mayor placer. Resultaba
natural, por lo tanto, que se mostrase remiso a hacer nada que
pudiera evitarlas. Volvió a mover la cabeza.
«No
puedo hacer una armadura de la nada», dijo. «Y además no es mi
especialidad. Es mejor que llaméis al carpintero y que le haga un
escudo de madera. No es que le vaya a servir de mucho ante el fuego
del dragón.»
Se
les puso la cara larga; pero el molinero no era persona que
abandonase fácilmente su plan de enviar a Egidio contra el dragón,
si estaba dispuesto a ir; o bien, si al final se negaba, hacer
estallar la pompa de su reputación en la localidad. «¿Qué tal una
cota de malla?», dijo. «Siempre es una ayuda; y no necesita ser muy
elegante; se trata de hacer un trabajo, no de exhibirse en la corte.
¿Qué fue de tu viejo jubón de cuero, amigo Egidio? En la fragua
hay un montón de anillas y eslabones. Supongo que ni maese
Fabricius sabe lo que hay por allí tirado.»
«No
sabes lo que dices», dijo el herrero, animándose poco a poco. «Si
en lo que piensas es en una auténtica cota de rnalla, entonces no
hay nada que hacer; se necesita toda la habilidad de los gnomos, cada
anilla enlazada a otras cuatro, y todo eso. Incluso aunque yo fuera
capaz de hacerlo, tendría que estar semanas trabajando. Y para
entonces todos nosotros estaríamos ya en la fosa», dijo, «o cuando
menos en la panza del dragón».
Y
mientras el herrero comenzaba a sonreír, los demás se retorcían
las manos abatidos. Pero estaban ya tan asustados que no querían
dar de lado el plan del molinero, y se volvieron a él en busca de
consejo.
«Bueno»,
dijo. «He oído que en otros tiempos los que no podían comprarse
las brillantes corazas fabricadas en las Tierras del Sur solían
coser sobre un jubón de cuero anillas de hierro, y se conformaban
con eso. Veamos lo que se puede hacer en este sentido.»
Así
que Egidio tuvo que desempolvar su viejo jubón, y al herrero se le
mandó a su fragua a toda prisa. Buscaron allí por todos los
rincones y dieron vuelta al montón de chatarra, cosa que no se hacía
en años. Al final encontraron, todo perdido de herrumbre, un buen
número de pequeñas anillos desprendidas de alguna vieja cota, tal
como las había descrito el herrero. Sam, más sombrío y disgustado
a medida que la tarea parecía garantizar alguna esperanza, fue
obligado a ponerse a trabajar en seguida, reuniendo, ordenando y
limpiando las anillos; y cuando se vio con claridad que no eran
suficientes para una persona tan ancha de pecho y espaldas como maese
Egidio, cosa que él hizo notar con satisfacción, le obligaron a
deshacer viejas cadenas y convertir los eslabones en anillas tan
finas como dio de sí su habilidad con el martillo.
Tomaron
luego las más pequeñas y las pusieron sobre el pecho de] jubón, y
situaron en la espalda las más gruesas y pesadas; finalmente, como
aún seguían llegando anillos (tanto habían apremiado al pobre
Sam), tomaron un par de calzones del granjero y también los
cubrieron con ellas. Encaramado en una repisa, en un oscuro rincón
de la herrería, el molinero encontró el viejo armazón de hierro de
un yelmo y al momento puso a trabajar al remendón del pueblo para
que lo cubriese de cuero del mejor modo posible.
El
trabajo les llevó lo que restaba de aquel día y todo el siguiente,
que fue la víspera de Reyes o Epifanía, aunque no se hizo ningún
caso de la fiesta. El granjero Egidio celebró la ocasión con más
cerveza de la acostumbrada; pero el dragón, por fortuna, permaneció
dormido. Por el momento había olvidado hambre y espadas.
El
día de Epifanía, temprano, subieron la colina llevando el
estrafalario resultado de aquel trabajo artesanos. Egidio estaba
esperándolos. Ya no le quedaban excusas que oponer; así que se
colocó el jubón de málla y los calzones. El molinero soltó una
risita. Egidio se calzó sus botas altas y unas viejas espuelas; y
también el yelmo recubierto de cuero. Pero en el último momento
colocó sobre el yelmo un viejo sombrero de fieltro, y echó sobre el
jubón su amplia capa gris.
«
¿Qué propósito tiene eso, maese?», le preguntaron. «Bueno»,
dijo Egidio, «si pensáis que se puede salir a cazar dragones
tintineando y repicando como las campanas de Canterbury, yo no estoy
de acuerdo. No me parece lógico anunciar al dragón antes de tiempo
que vas a su encuentro. Y un yelmo es un yelmo, una invitación al
combate, Quizá si el reptil ve sólo mi viejo sombrero por encima
de] seto pueda acercarme más a él antes de que comiencen los
problemas.»
Las
anillas estaban cosidas de forma que la parte suelta de una montaba
sobre la otra, y por supuesto tintineaba. La capa ayudó a amortiguar
el ruido, pero Egidio presentaba una figura de lo más extravagante.
Claro que no se lo dijeron. Le ciñeron con dificultad el cinturón
y colgaron de él la funda; aunque tuvo que llevar la espada en la
mano, porque no se mantenía envainada si no se hacía una fuerza
enorme. El granjero, que era un hombre justo hasta donde alcanzaban
sus luces, llamó a Garm. «Chucho», dijo, «tú vienes conmigo».
El
perro aulló. «¡Socorro, socorro!», gritó.
«¡Calla
ya!», ordenó Egidio, «o te lo haré pasar peor que a cualquier
dragón. Conoces el olor de ese reptil y quizá por tina vez
resultes útil».
Luego
el granjero reclamó su yegua torda. Esta le echó una mirada de
asombro y bufó al ver las espuelas. Pero le permitió montar.
Emprendieron la marcha sin mucho entusiasmo, cruzaron la villa al
trote y todos los vecinos aplaudieron y los vitorearon, la mayoría
desde las ventanas. El granjero y su yegua pusieron la mejor cara
que pudieron; pero Garm no tenía sentido del ridículo e iba con el
rabo entre las piernas.
A
la salida del pueblo cruzaron el puente que atraviesa el río.
Cuando por fin quedaron fuera de la vista de sus conciudadanos,
acortaron el paso. Sin embargo, dejaron muy pronto atrás las
tierras de Egidio y de los demás vecinos de Ham, y llegaron a
parajes que el dragón
ya había visitado. Había árboles tronchados, setos quemados,
hierba chamuscada, y el silencio era inquietante y ominoso.
El
sol brillaba con esplendor y a Egidio le hubiera gustado tener el
valor suficiente para desprenderse de una prenda o dos y se preguntó
si no había tomado algún trago de más. «Bonito fin para la
Navidad y demás», pensó. «Y tendré suerte si no supone mi propio
final Se secó la cara con un pañolón verde, no rojo porque los
trapos rojos enfurecen a los dragones, según había oído decir.
Pero
no encontró al dragón. Recorrió muchos senderos, anchos y
estrechos, y las tierras abandonadas de otros labradores, pero ni aun
así encontró al dragón. Garm, por supuesto, no fue de ninguna
utilidad. Se colocó justo detrás de la yegua y se negó a usar el
hocico.
Llegaron
por fin a un camino ondulante que había sufrido pocos daños y
parecía tranquilo y apacible. Después de seguirlo como una media
milla Egidio comenzó a preguntarse si no había cumplido ya con su
deber y con todo lo que su reputación exigía. Acababa justo de
decidir que ya había buscado durante un tiempo y espacio
suficientes, y estaba pensando en volverse, ir a cenar y decir a sus
amigos que el dragón había huido tan pronto como lo viera aparecer,
cuando dobló un brusco recodo.
Allí
estaba el dragón, tumbado, atravesado sobre un seto destrozado, y
con la horrible cabeza en medio del sendero. «¡Socorro!», gritó
Garm, y dio un bote. La yegua se sentó súbitamente sobre las ancas
y Egidio el granjero salió lanzado de espaldas a la cuneta. Cuando
levantó la cabeza, allí estaba el dragón, completamente despierto,
mirándolo.
«Buenos
días», dijo el dragón. «Parecéis sorprendido. »
«Buenos
días», dijo Egidio. «Lo estoy.»
«Perdonad»,
dijo el dragón. Había alargado una suspicaz oreja cuando captó el
tintineo de las anillas al caer Egidio. «Perdonad mi pregunta, pero
¿me buscáis a mí, por casualidad?»
«Ni
mucho menos. ¡Quién iba a pensar en encontraros aquí!», replicó
el granjero. «Sólo había salido a dar una vuelta.»
Se
arrastró a toda prisa fuera de la cuneta y se acercó a la yegua
torda, que ya se encontraba sobre sus cuatro patas y mordisqueaba
algunos yerbajos a la orilla del camino, aparentando una total
indiferencia.
«Entonces
ha sido una suerte que nos hayamos encontrado», dijo el dragón. «Es
un placer. Ropas de fiesta, supongo. ¿La última moda, quizá?»
Egidio había perdido su sombrero de fieltro y la capa gris aparecía
abierta; pero él la mostró con orgullo.
«Sí»,
dijo. «El último grito; pero voy a buscar al perro. Andará tras
los conejos, casi seguro.»
«Lo
dudo», dijo. Crisófilax relamiéndose los labios (señal en él de
regodeo). «Creo que llegará a casa bastante antes que vos. Pero,
por favor, proseguid vuestro viaje, maese... veamos.... me parece que
no conozco vuestro nombre.»
«Ni
yo el vuestro», dijo Egidio. «Lo dejaremos así.» «Como queráis»,
dijo Crisáfilax relamiéndose de nuevo y simulando cerrar los ojos.
Tenía un corazón malvado (como todos los dragones) y no muy
valeroso (cosa también frecuente), Prefería una comida por la que
no tuviese que luchar; pero después de su largo sueño se le había
abierto el apetito. El párroco de Oakley había resultado correoso,
y hacía años que no había probado un hombre rollizo. Decidió
degustar ahora este plato fácil y sólo aguardaba a que el pobre
tonto se descuidase.
Pero
el pobre tonto no lo era tanto como parecía, y no apartó los ojos
del dragón ni siquiera mientras intentaba montar. La yegua, sin
embargo, tenía otras ideas, y coceó y respingó cuando Egidio trató
de subir. El dragón se impacientaba, y se dispuso a saltar.
«Perdonad»,
siseó. «¿No se os ha caído algo?»
Un
truco muy viejo, pero que dio resultado. Porque Egidio, ciertamente,
había dejado caer algo. Cuando salió lanzado a la cuneta, soltó a
Caudimordax (más conocida como Tajarrabos), que yacía aún allí
junto al camino. Se agachó para tomarla, y el dragón saltó. Pero
no con la rapidez de Tajarrabos. Tan pronto se encontró en manos
del granjero, se abalanzó con un relampaguee directa a los ojos del
dragón.
«¡Eh!»,
dijo éste, parándose en seco, «¿qué tenéis ahí?»
«Sólo
Tajarrabos, la espada que me regaló el rey», dijo Egidio.
«Ha
sido culpa mía», dijo el dragón. «Os ruego me perdonéis.» Se
echó y se revolcó en el suelo, mientras el granjero Egidio iba
recuperando su seguridad. «Creo que no habéis sido muy sincero
conmigo.»
«¿Cómo
que no?>,, dijo Egidio. «Y además, ¿por qué tendría que
serio?»
«Me
habéis ocultado vuestro ilustre nombre y tratasteis de hacerme creer
que nuestro encuentro era casual. Está claro, sin embargo, que sois
un caballero de alto linaje. En otros tiempos, señor, los
caballeros acostumbraban a un reto en casos como éste, después del
pertinente intercambio de títulos y credenciales.»
«Quizá
lo hacían, y quizá aún lo hagan», contestó Egidio, que, empezaba
a sentirse contento c~ mismo. A un hombre que ve un dragón de buen
tamaño y noble casta humillado a sus pies se le puede excusar si se
siente un tanto envanecido. «Pero estás cometiendo más de un
error, viejo reptil. Yo no soy un caballero: soy Egidio de Ham,
granjero; y no puedo aguantar a los intrusos. Ya en ocasiones
anteriores, y por menos daños de los que tú has causado, he
disparado mi trabuco contra gigantes. Y no tengo por costumbre
lanzar retos.»
El
dragón se alteró. «¡Maldito sea aquel mentiroso gigante!»,
pensó. «Me ha engañado de la forma más simple. ¿Y qué demonios
hace uno ahora con un aldeano atrevido y armado con una espada tan
brillante y amenazadora?» No podía recordar precedentes de tal
situación. «Me llamo Crísófilax», dijo, «Crisófilax el Rico.
¿Qué puedo hacer por vuestra señoría?», añadió en tono
conciliador, con un ojo en la espada, e intentando evitar una
confrontación.
«Podéis
quitaros de en medio, viejo bicho comudo», contestó Egidio,
intentando también evitar la pelea. «Sólo quiero verme libre de
vos. Salid inmediatamente de aquí, volved a vuestra sucia guarida.»
Dio un paso hacia Crisó filax, girando los brazos como si tratase de
espantar pajarracos.
Aquello
fue suficiente para Tajarrabos. Trazó círculos relampagueantes en
el aire, y luego descendió, alcanzando al dragón en la articulación
del ala derecha con un golpe sonoro que lo sacudió de arriba abajo.
Por supuesto, Egidio sabía muy poco acerca de los métodos más
apropiados para matar dragones o hubiera dirigido la espada hacia un
punto más sensible; pero Tajarrabos lo hizo lo mejor que pudo en
manos inexpertas. Para Crisófilax fue más que suficiente: no
podría usar el ala durante varios días. Se levantó e intentó
volar, dándose cuenta que no era capaz. El granjero saltó a lomos
de la yegua. El dragón echó a correr. La yegua hizo lo propio.
El dragón entró a. galope en un campo, soplando y resoplando.
También la yegua. El granjero voceaba y gritaba como si estuviera
presenciando una carrera de caballos. Y mientras, continuaba
blandiendo su Tajarrabos. Cuanto más corría el dragón, más
aturdido se encontraba, y siempre la yegua torda, a toda rienda,
pegada a él.
Allá
se fueron, batiendo con sus cascos caminos y sendas, a través de las
brechas de las vallas, cruzando numerosos campos y vadeando numerosos
arroyos. El dragón soltaba humo y resoplaba, perdido todo sentido
de orientación. Al cabo, se encontraron de pronto en el puente de
Ham, lo cruzaron con el estruendo de un trueno y entraron rugiendo en
la calle mayor del pueblo. Allí Garm tuvo la desvergüenza de
deslizarse desde una calleja lateral y unirse a la caza.
Todo
el mundo se encontraba en las ventanas o en los tejados. Algunos
reían y otros lanzaban vítores; y algunos golpeaban latas y
sartenes y cacerolas. Otros tocaban cuernos y gaitas y pitos. El
párroco había ordenado voltear las campanas de la iglesia. No se
había organizado en Ham otro pandemónium como aquél hacía cientos
de años. Justo a la puerta de la iglesia, el dragón se dio por
vencido. Se tumbó resollando en medio del camino. Garm llegó y le
husmeó la cola, pero Crisófilax era ya incapaz de sentir vergüenza.
«Buenas
gentes y valiente guerrero», jadeó cuando Egidio llegó a su altura
y mientras los aldeanos se agrupaban a su alrededor (a una distancia
prudencial) con horcas, estacas y atizadores en las manos. «Buenas
gentes, ¡no me matéis! Soy muy rico. Pagaré todo el daño que
haya hecho. Pagaré los funerales de todos los que haya matado, en
particular el del párroco de Oakley. Tendrá un cenotafio regio,
aunque era bastante delgado. A todos vosotros os regalaré una buena
suma, si consentís en dejarme ir a casa a traerla.»
«¿Cuánto?»,
dijo el granjero.
«Bueno»
dijo el dragón, intentando calcular con rapidez. Vio que la gente
era mucha. «¿Treinta y ocho peniques cada uno?»
«¡Tonterías!»,
dijo Egidio. «¡Una porquería!», dijo la gente. «¡Carroña!»,
dijo el perro.
«¿Dos
guineas de oro cada uno, y los mitos la mitad?», dijo el dragón.
«Y
para los perros ¿qué?», dijo Garm.
«¡Continuad!»,
dijo el granjero. «Somos todo oídos.»
«¿Diez
libras y una bolsa de plata por vecino, y un collar de oro para los
perros?», dijo Crisófilax con ansiedad.
«¡Mátalo!»,
gritó la gente, que comenzaba a impacientarse.
«¿Una
bolsa de oro para cada uno y diamantes para las damas?», se apresuró
a añadir Crisófilax.
«Ahora
empezáis a entrar en razón, aunque no del todo», dijo el granjero.
«Te
has vuelto a olvidar de los perros», dijo Garm. «¿Bolsas de qué
tamaño?», dijeron los hombres. «¿Cuántos diamantes?»,
preguntaron sus mujeres.
«¡Dios
mío, Dios mío! ¡Será mi ruina!», gimió el dragón.
«¡Os
lo merecéis!», dijo Egidio. «Podéis elegir entre quedar
arruinado, o muerto donde estáis.» Blandió a Tajarrabos y el
dragón se acobardó.
«¡Decídete!»,
gritó la gente, cada vez más atrevida y acercándose más.
Crisófilax
disimuló; pero en su fuero interno soltó la risa: un espasmo
silencioso que nadie percibió. El regateo había comenzado a
divertirlo. Resultaba evidente que aquella gente quería obtener
algo. Conocían muy poco los caminos del ancho y pérfido mundo; en
realidad, no quedaba nadie con vida en todo el reino que tuviese una
experiencia auténtica en el trato con los dragones y sus añagazas.
Crisófilax estaba recuperando el aliento, y con él su sagacidad.
Se pasó la lengua por los labios.
«¡Estipulad
la cantidad vosotros mismos!», dijo.
Todos
comenzaron a hablar a la vez. Cris6filax escuchaba con interés.
Sólo una voz le inquietaba: la del herrero.
«¡Nada
bueno saldrá de todo esto, recordad mis palabras!», decía. «Los
reptiles jamás regresan, digáis lo que digáis. Pero en cualquier
caso, de esto no puede salir nada bueno.»
«No
entres en el trato, si no te gusta». le dijeron.
Y
así continuaron porfiando, sin hacer mayor caso del dragón.
Crisófilax
levantó la cabeza; pero si había pensado saltar sobre ellos o
escabullirse durante la discusión, se vio defraudado. El granjero
Egidio se encontraba próximo, mordisqueando una paja y cavilando;
pero con Tajarrabos en la mano y sin quitarle ojo al dragón.
«¡Sigue
echado donde estás!», dijo, «o recibirás tu merecido, haya o no
haya oro».
El
dragón se aplastó contra el suelo. Por fin nombraron portavoz al
párroco, quien se adelantó junto a Egidio. «Bestia vil», dijo,
«debes traer hasta este lugar todas tus ¡lícitas riquezas, y
después de compensar a todos aquellos a los que has hecho daño,
nosotros nos repartiremos el resto equitativamente. Luego, si
prometes solemnemente no volver a inquietar nuestras tierras ni
incitar a otro monstruo a molestarnos, te dejaremos regresar a casa
con la cabeza y la cola íntegras. Y ahora harás juramentos tan
solemnes de que vas a volver con el rescate que incluso la conciencia
de un reptil se ha de sentir obligada a cumplirlos.»
Crisófilax
aceptó, después de unas muestras convincentes de sentir dudas.
Hasta, lamentando su ruina, derramó lágrimas ardientes, que
formaron humeantes charcos en el suelo; pero no lograron conmover a
nadie. Hizo numerosos juramentos, solemnes y sobrecogedores, de que
regresaría con todas sus riquezas para la fiesta de San Hilario y
San Félix. Lo que le concedía un plazo de ocho días, tiempo
demasiado corto para el viaje, como incluso los legos en geografía
podían haber comprendido. Sin embargo, le permitieron marchar y lo
escoltaron hasta el puente.
«Hasta
nuestro próximo encuentro», dijo al cruzar el río. «Estoy seguro
de que todos lo estaremos esperando con ansiedad.»
«Nosotros,
desde luego, sí», le contestaron. Eran, a todas luces, unos
estúpidos. Porque, aunque los compromisos que había contraído
deberían haber lastrado su conciencia de remordimientos y de un gran
temor a la desventura, él, ¡ay!, carecía en absoluto de
conciencia. Y si falta tan lamentable en un ser de imperial linaje
quedaba fuera de la comprensión de las mentes sencillas, al menos el
párroco con toda su erudición debía haberla presumido. Quizá lo
hizo. Era hombre de letras y podía, qué duda cabe, ver en el
futuro con mayor profundidad que los demás.
El
herrero movió la cabeza mientras regresaba a su herrería.
«Nombres
de mal agüero», dijo. «Hilario y Félix. No me gusta cómo
suenan.»
El
rey, por supuesto, supo con prontitud las nuevas. Se esparcieron por
el reino como el fuego y no disminuyeron precisamente mientras se
propalaban. El rey se sintió profundamente conmovido por varias
razones, de las que las financieras no eran las menores; y decidió
personarse en seguida en el pueblo de Ham, donde tan extraordinarias
cosas parecían suceder.
Llegó
con de una multitud de cortesanos, heraldos y un enorme tren de
equipaje. Los vecinos se habían puesto sus mejores ropas y se
alineaban en la calle para darle la bienvenida. El cortejo hizo alto
en el descampado existente frente a la entrada de la iglesia. Egidio
el granjero se arrodilló ante el rey cuando fue presentado; pero el
rey le ordenó levantarse, e incluso le dio unas palmaditas
afectuosas en la espalda. Los caballeros simularon no darse cuenta
de tal familiaridad.
El
monarca ordenó que toda la gente acudiera al amplio pastizal que
Egidio poseía junto al río; y cuando se hubieron reunido, incluso
Garm, que también se sintió aludido, Augustus Bonifacius rex et
basileus tuvo a bien dirigirse a ellos.
Les
explicó con sumo celo cómo todas las riquezas del malvado
Crísófilax le pertenecían a él en calidad de señor de aquellas
tierras. No hizo mucho hincapié en su pretensión al título de
soberano de la región montañosa, pretensión objetable; en todo
caso, «no nos cabe duda», dijo, «que todos los tesoros de ese
reptil fueron arrebatados a nuestros antepasados. Pero somos, como
todos sabéis, justos y generosos, y nuestro buen vasallo Egidio
recibirá una recompensa apropiada. Tampoco quedarán sin una
muestra de nuestra estimación nuestros leales súbditos de estas
tierras, desde el párroco hasta el niño más pequeño. Estamos muy
complacidos con Ham. Aquí al menos el pueblo tenaz e incorruptible
conserva todavía el antiguo valor de nuestra raza». Mientras el
rey hablaba, sus caballeros comentaban la última moda en sombreros.
Los
lugareños hicieron reverencias y cortesías, y le dieron las gracias
con gran respeto. Pero en aquel momento todos deseaban haber cerrado
el trato con el dragón en las diez libras y haber mantenido el
asunto en silencio. Conocían al rey lo suficiente para estar
seguros de que, en el mejor de los casos, su estima no alcanzaría
aquella cifra. Garm comprobó que no se había mencionado para nada
a los perros. Egidio el granjero era el único que se sintió feliz
de verdad. Estaba seguro de recibir alguna recompensa, y muy
contento, ¡no faltaba más!, de haber salido con bien de un asunto
tan feo y con su reputación más alta que nunca entre sus paisanos.
El
rey no se marchó. Plantó sus reales en el campo de Egidio y se
dispuso a esperar hasta el 14 de enero, intentando pasarlo lo mejor
posible en aquel villorrio miserable alejado de la capital. Durante
los tres días siguientes la comitiva real terminó con la casi
totalidad de¡ pan, mantequilla, huevos, pollos, tocino y cordero, y
se bebió hasta la última gota de cerveza añeja que había en el
lugar. Luego comenzaron a quejarse por la escasez de provisiones.
El rey pagó con largueza por todo (en bonos que más tarde haría
efectivos su Tesorería, que esperaba ver ricamente acrecentada en
breve); así que la gente de Ham, que no conocía la verdadera
situación de las arcas del Estado, estaba más que satisfecha.
Llegó
el 14 de enero, festividad de San Hilario y San Félix, y todo el
mundo estuvo despierto y preparado desde primeras horas. Los
caballeros se revistieron de sus armaduras. El granjero se colocó
la cota de malla artesana, y todos se sonrieron sin recato, hasta que
vieron el ceño del rey. El granjero se ciñió también a
Tajarrabos, que entró en la vaina con toda facilidad y allí
permaneció. El párroco se quedó mirando la espada, y movió
imperceptiblemente la cabeza. El herrero rompió a reír.
Llegó
el mediodía. La gente estaba demasiado ansiosa para prestarle mucha
atención a la comida. La tarde pasó lentamente. Y Tajarrabos
seguía sin dar muestras de saltar de la funda. Ninguno de los
vigías de la colina ni los muchachos que habían trepado a las copas
de los árboles más altos fueron capaces de distinguir, ni por
tierra ni por aire, señal alguna que anunciase el regreso del
dragón.
El
herrero se paseaba silbando; pero sólo cuando se echó la noche y
salieron las estrellas el resto de los vecinos comenzaron a sospechar
que el dragón no tenía ninguna intención de volver. A pesar de
todo, recordaban sus solemnes y extraordinarias promesas, y
mantuvieron la esperanza. Sin embargo, cuando sonó la medianoche y
concluyó el día señalado, su desengaño fue enorme. El herrero
estaba encantado.
«Ya
os lo advertí», dijo.
Pero
no estaban aún convencidos.
«Después
de todo, se encontraba muy malherido», dijeron algunos.
«No
le dimos tiempo suficiente», dijeron otros.
«Hay
una distancia enorme hasta las montañas, y traerá un montón de
cosas. Quizá haya tenido que ir a buscar ayuda.»
Pasó
el día siguiente, y el siguiente. El desencanto era general. El
rey estaba rojo de ira. Se habían agotado vituallas y bebidas, y
los caballeros murmuraban abiertamente. Estaban ansiosos de volver a
los placeres de la corte. Pero el rey necesitaba dinero.
Se
despidió de sus leales súbditos, aunque con sequedad y despego; y
canceló la mitad de los bonos de Tesorería. Con Egidio se mostró
bastante frío, y lo despidió con una inclinación de cabeza.
«Tendrás
noticias nuestras más adelante», dijo; y partió a caballo con sus
nobles y heraldos.
Los
más crédulos y simples pensaron que pronto llegaría desde la corte
un mensaje reclamando a maese Egidio ante el rey para, por lo menos,
armarle caballero. Al cabo de una semana se recibió el mensaje,
pero su contenido era muy otro. Había tres copias firmadas: una
para Egidio, otra para el párroco, y otra para que se clavase en la
puerta de la iglesia. Sólo la dirigida al párroco fue de alguna
utilidad, porque la escritura usada en la corte era muy peculiar y
tan incomprensible para los aldeanos de Ham como los libros en latín.
Pero el párroco la vertió al lenguaje común y la leyó desde el
púlpito. Era corta y directa (para ser una carta real); el soberano
tenía prisa.
«Nos,
Augustus B. A. A. A. P. y M. rex, etc., hacemos saber que hemos
determinado, para seguridad de nuestros dominios, y para salvaguarda
de nuestro honor, que el reptil o dragón que se nombra a sí mismo
Crisófilax el Rico debe ser encontrado y castigado convenientemente
por su mala conducta, fecharías, felonías y sucio perjurio. Todos
los caballeros a nuestro real servicio quedan, en consecuencia,
obligados a armarse y estar prestos para esta empresa tan pronto como
maese Aegidius A. J. Agricola llegue a nuestra corte. Otrosí, como
el dicho Aegidius se ha mostrado hombre fiel y muy capaz de
enfrentarse a gigantes, dragones y otros enemigos de la paz del rey,
le ordenamos, por tanto, que se ponga inmediatamente en camino y se
una con toda presteza a nuestros caballeros.»
La
gente comentó que esto suponía un gran honor y el paso previo a ser
armado caballero. El molinero sentía envidia. «Nuestro amigo
Aegidius está escalando posiciones», dijo. «Espero que nos conozca
cuando vuelva.» «Es posible que no vuelva nunca», dijo el herrero.
«Ya está bien, cara de penco», dijo el granjero completamente
fuera de sí. «¡A la porra con los honores! Si regreso, incluso la
compañía del molinero será bienvenida. Pero aun así produce
cierto alivio pensar que voy a dejar de veros por algún tiempo.» Y
con esto se apartó de ellos. No se le pueden poner excusas al rey,
como se hace con los vecinos; así que corderos o no corderos, arar o
no arar, leche o agua, tuvo que montar en su yegua torda y
emprender la marcha. El párroco acudió a despedirlo:
«Espero
que lleves una soga fuerte»:, dijo.
«¿Para
qué?», dijo Egidio. «¿Para ahorcarme con ella?»
«¡Vamos!
¡Animo, maese Egidio!», dijo el párroco. que puedes confiar en la
buena suelte que tienes. lleva también una soga, porque puedes
necesitaría, si no me engañan mis previsiones. Y ahora, ¡adiós,
y regresa con bien!»
«¡Ya!
Y volver y encontrar toda la casa y las tierras hechas un desastre.
¡Malditos dragones!», dijo Egidio. Luego, poniendo un gran rollo
de cuerda en un fardel junto a la silla, montó y partió.
No
se llevó el perro, que se había mantenido toda la mañana fuera de
su vista. Pero en cuanto se hubo marchado, Garm se arrastró hasta
la casa y se quedó allí, aullando y aullando toda la noche, a pesar
de la tunda de palos que recibió.
«¡Ay,
ay!», gritaba. «Nunca volveré a ver a mi querido amo. Y era tan
terrible y magnífico... Me gustaría haberle acompañado, ¡vaya que
sí!»
«¡Cierra
la boca!», dijo la mujer del granjero, «o no vivirás para
comprobar si vuelve».
El
herrero oyó los aullidos. «Mal augurio», comentó complacido.
Pasaron
muchos días y no hubo nada nuevo. «Cuando no hay noticias, malo»,
dijo, y se puso a cantar.
Egidio
llegó a la corte cansado y cubierto de polvo. Pero los caballeros,
con sus pulidas armaduras y luciendo brillantes yelmos, se
encontraban ya junto a sus caballos. La llamada del rey al granjero
y su inclusión en la expedición habían molestado a los nobles, que
se empeñaron en cumplir literalmente las órdenes recibidas y
ponerse en marcha en cuanto Egidio llegara. El pobre hombre apenas
tuvo tiempo para engullir unas sopas de vino antes de encontrarse de
nuevo en camino. La yegua se sintió ofendida. Por fortuna no pudo
expresar lo que pensaba del rey, que era algo altamente ofensivo.
Estaba
ya bien entrado el día. «Demasiado tarde para comenzar ahora la
caza del dragón», pensó Egidio, Pero no fueron muy lejos. Los
caballeros, una vez en camino, no mostraban ninguna prisa.
Cabalgaban a su capricho, mezclados en desordenada hilera,
caballeros, escuderos, siervos y jamelgos cargados con el bagaje y
Egidio arrastrándose detrás sobre su cansada yegua.
Cuando
llegó el atardecer, hicieron alto y montaron las tiendas. Nadie
había tenido en cuenta al granjero, por lo que tuvo que tomar
prestado lo que pudo. La yegua estaba indignada y se retractó de su
alianza con la Casa de Augustus Bonifacius.
Al
día siguiente cabalgaron durante toda la jornada. Al tercero
percibieron en la distancia las inciertas e inhóspitas montañas.
Al poco se encontraron en regiones en las que la soberanía de
Augustus Bonifacius era poco más que nominal. Cabalgaron entonces
con mayores precauciones, y se mantuvieron agrupados. El cuarto día
alcanzaron las Colinas Salvajes y los límites de las inquietantes
tierras donde moraban, se decía, criaturas legendarias. De repente,
uno de los que marchaban en cabeza descubrió huellas ominosas sobre
la arena, al lado de un riachuelo. Llamaron al granjero.
«¿De
qué son, maese Egidio?», le preguntaron.
«Huellas
de dragón», contestó.
«¡Ponte
en cabeza!», dijeron ellos.
Así
que cabalgaron hacia el oeste con Egidio al frente, y todas las
anillas iban sonando sobre su jubón de cuero. Claro que poco
importaba, porque todos los caballeros marchaban hablando y riendo, y
un juglar que con ellos iba entonaba una canción. De cuando en
cuando se unían todos al estribillo, y lo cantaban juntos, muy alto
y recio. Resultaba enardecedor, porque la canción era buena: había
sido compuesta muchos años antes, en aquellos tiempos en que las
batallas eran más frecuentes que los torneos. Pero era una
imprudencia: todas las criaturas de la región se enteraron de su
llegada y en todas las cavernas del oeste los dragones aguzaron las
orejas. Ya no había ninguna posibilidad de sorprender al viejo
Crisófilax dormitando.
Fortuitamente
(o porque le vino en gana), cuando se encontraron por fin bajo la
sombra misma de la oscura montaña, la yegua de Egidio el granjero se
puso a cojear. Habían comenzado a cabalgar por senderos empinados y
pedregosos, ascendiendo con trabajo y creciente inquietud. Poco a
poco se fue quedando rezagada en la fila, tropezando y renqueando con
un aspecto tan patético y triste que al fin Egidio se sintió
obligado a descabalgar y seguir a pie. Pronto se encontraron los
últimos, entre las acémilas; pero nadie se enteró. Los caballeros
iban discutiendo aspectos de protocolo y etiqueta que absorbían su
atención. De otra forma hubieran notado que las huellas de dragón
eran ahora numerosas y patentes.
Habían
llegado, en efecto, a los lugares que Crisófilax recorría con
frecuencia o en los que descansaba después de su ejercicio diario al
aire libre. Las colinas más bajas y los ribazos de ambos lados del
camino aparecían pisoteados y requemados. Había muy poca hierba y
los retorcidos muñones de brezos y aliagas destacaban ennegrecidos
sobre amplias zonas de ceniza y tierra calcinada. Aquellos parajes
habían sido durante muchos años el campo de esparcimiento del
dragón. Sobre ellos se alzaba una oscura pared montañosa.
Egidio
iba preocupado por su yegua; pero contento de la excusa que le
proporcionaba para no continuar tan destacado. No le había
complacido en absoluto encabezar semejante cabalgata en aquellos
lugares amenazadores y hostiles. Poco después se sintió mucho más
contento aún, y tuvo razones para dar gracias a su fortuna (y a su
yegua). Porque justo hada mediodía (era la fiesta de la Candelaria
y el séptimo día de viaje) Tajarrabos saltó de la vaina y el
dragón de su cubil.
Sin
aviso ni formalidad alguna, avanzó reptando para presentar batalla.
Se abalanzó rugiente sobre ellos. Lejos de sus dominios no se había
mostrado demasiado valiente, a pesar de su antiguo e imperial linaje.
Pero ahora lo embargaba la ira, porque estaba luchando a las puertas
mismas de su casa y en defensa de todos sus tesoros. Salió tras el
reborde de una montaña como un torrente de rayos, con el estruendo
de una galerna, y una ráfaga de fuego relampagueante.
La
discusión sobre el protocolo quedó cortada en seco. Todos los
caballos se apartaron a uno u otro lado, y algunos de los jinetes
acabaron desmontados. Las acémilas, la impedimenta y los siervos
dieron media vuelta y salieron corriendo. Ellos. no albergaban duda
alguna sobre el orden de prioridad. De pronto una nube de humo los
envolvió a todos y desde su interior el dragón cargó contra la
cabeza de la fila. Varios caballeros resultaron muertos, sin tener
ocasión de poder lanzar un desafío formal. Y varios otros
derribados con caballo y todo. En cuanto a los demás, sus corceles
decidieron por ellos, dando media vuelta y saliendo disparados,
llevándose a sus dueños de grado o por la fuerza. Bien es cierto
que la mayoría lo estaba deseando.
Pero
la vieja yegua torda no se movió. Puede que temiera romperse las
patas en el pedregoso y empinado sendero. Quizás se encontraba
demasiado cansada para salir corriendo.Además estaba profundamente
convencida que un dragón, cuando utiliza las alas, es más peligroso
detrás de ti que delante, y se necesitaba más velocidad que un
caballo de carreras para que la huida tuviese éxito.por otro ledo,
ella había visto a este Crisófilax en ocasiones anteriores y
recordaba como lo había perseguido por los campos y el río, allá
en su tierra, hasta que cayó dominado en la calle mayor del
pueblo.De forma que afianzó bien las cuatro patas y soltó un
bufido. Egidio estaba todo lo pálido que su tez le permitía, pero
se mantuvo a su lado, no veía que otra cosa podía hacer.
Y
así sucedió que el dragón, al cargar línea abajo, se encontró de
sopetón a su viejo enemigo con Tajarrabos en la mano. Aquello era lo
último que esperaba. Se desplomó a un lado, como un enorme
murciélago y se desplomó sobre el ribazo próximo al camino. Allí
se presentó la yegua torda, olvidada casi de su cojera. Egidio, más
envalentonado, se había encaramado a su lomo con toda premura.
Perdonad,
dijo pero, ‘estabais buscándome por casualidad?
Ni
mucho menos, dijo Crisófilax. Quién iba a pensar en encontraros
aquí. Sólo había salido a volar un rato.
Entonces
ha sido nuestra buena suerte la que nos ha guiado, dijo Egidio. Y es
un placer para mí, porque yo sí os estaba buscando. Es más,
tenemos un asunto' pendiente; varios, para ser más precisos.»
El
dragón pegó un bufido. Egidio levantó la mano para resguardarse
del ardiente vapor, y con un destello Tajarrabos se proyectó hacía
adelante, peligrosamente próxima al hocico del dragón.
«¡Eh!»,
gritó, dejando de resoplar. Comenzó a temblar, retrocedió y se le
heló todo su fuego interior. «¿No habréis venido, supongo, a
matarme, buen maese?», síseó.
«No,
no», dijo el granjero. «Yo no he dicho nada de matar.» La yegua
torda dio un respingo.
«¿Qué
hacéis, entonces, si me permitís la pregunta, con todos estos
caballeros?», dijo Crisófilax. «Ellos siempre matan dragones, si
no los matamos nosotros primero a ellos.»
«Yo
no estoy haciendo nada ni tengo nada que ver con toda esa gente»,
dijo Egidio. «Y de todas formas, están ya todos muertos o en fuga.
¿Qué pasa con lo que prometisteis en Epifanía?»
«¿Qué
de qué?», dijo Crisófilax con ansiedad.
«Lleváis
casi un mes de retraso», dijo Egidio, «y el plazo está vencido.
He venido a cobrar. Deberíais pedirme perdón por todas las
molestias que he tenido que aguantar».
«Desde
luego, desde luego», dijo él. «Desearía que no os hubieseis
molestado en venir.»
«Esta
vez te costará hasta la última moneda, y sin trucos de
mercachifle», dijo Egidio, «o morirás y yo colgaré tu piel de la
torre de la iglesia para que sirva de escarmiento».
«¡Qué
crueldad!»
«Un
trato es un trato», dijo Egidio.
«
¿ No puedo quedarme con un anillo o dos y una pizca de oro por pagar
en efectivo?»
«Ni
un botón de hojalata», dijo Egidio. Y así estuvieron durante un
rato, regateando y discutiendo como la gente en el mercado. Sin
embargo, el final fue el que os habréis imaginado; porque, digan lo
que digan, pocos habían conseguido engañar nunca a Egidio en un
regateo.
El
dragón se vio obligado a regresar a pie a su cubil, pues Egidio se
puso a su costado, manteniendo muy cercana a Tajarrabos. El sendero,
que zigzagueaba montaña arriba, era tan estrecho que malamente
cabían los dos. La yegua subía justo detrás y parecía muy
pensativa.
Eran
cinco millas, todo un paseo de dura marcha. Y Egidio caminaba con
esfuerzo, soplando y resoplando, pero sin quitarle ojo al dragón.
Por fin llegaron a la boca de la cueva, en el lado oeste de la
montaña. Era enorme, negra y amenazadora, y sus puertas de cobre
giraban sobre grandes pilares de hierro. Era patente que en tiempos
hacía mucho olvidados había sido una morada rica y ostentosa, pues
los dragones no levantan tales construcciones ni cavan semejantes
galerías, sino que habitan, cuando les es posible, en los mausoleos
y criptas de señores poderosos y gigantes de antaño. Las puertas
de esta profunda mansión se abrieron de par en par, y a su sombra
hicieron alto. Hasta entonces Crisáfilax no había tenido
oportunidad de escapar, pero al verse a las puertas de casa dio un
salto y se dispuso a precipitarse dentro.
Egidio
el granjero le golpeó de plano con la espada. « ¡Ojo!», le dijo.
«Antes de que entres quiero decirte una cosa. Si no sales pronto y
con algo que merezca la pena, entraré a buscarte y para empezar te
cortaré la cola.»
La
yegua dio un resoplido. No podía imaginarse a Egidio bajando solo a
la madriguera de un dragón ni por todo el oro del mundo. Pero
Crisófilax estaba dispuesto a creerlo a la vista del brillo y filo
de Tajarrabos. Y es posible que tuviese razón, y que la yegua, con
toda su sabiduría, no hubiese comprendido aún la transformación de
su amo. Egidio estaba ayudando a su propia suerte, y tras dos
encuentros comenzaba a imaginarse que no había dragón capaz de
hacerle frente.
Y
bien, allí estaba Crísófilax otra vez al cabo de póquísimo
tiempo, con veinte libras de a doce onzas en oro y plata y un cofre
de anillos, collares y otras alhajas.
«Aquí
está», dijo.
«¿Dónde?»,
inquirió Egidio. «Esto no es ni la mitad del pago, si es a lo que
te refieres. Y juraría que tampoco la mitad de lo que posees.»
«¡No,
no, por supuesto!», dijo el dragón, bastante inquieto al comprobar
que el ingenio del granjero parecía haberse agudizado desde que se
vieran en el pueblo. « ¡Claro que no! Pero no puedo sacarlo todo
de una vez.» «Ni de dos, aseguraría yo», dijo Egidio. «Adentro
de nuevo, y vuelve rápido, o te haré probar el acero de
Tajarrabos.»
«¡No!»,
protestó el dragón. Y se lanzó cueva adentro, volviendo a salir a
toda velocidad.
«Aquí
tenéis», dijo, colocando en el suelo una enorme cantidad de oro y
dos cofres de diamantes.
«Ahora
inténtalo otra vez», dijo. el granjero. «Pero inténtalo con más
ganas.»
«¡Qué
crueldad, qué crueldad!», dijo el dragón mientras volvía al
interior una vez más.
Para
entonces la yegua torda comenzaba a mosquearse por su cuenta.
«¿Quién
va a llevar a casa toda esa carga tan pesada, me pregunto yo?»,
pensaba Y echó una mirada tan lara y triste -a las talegas y cofres
que el granjero adivinó su inquietud.
«No
te preocupes, muchacha», dijo. «Obligaremos al viejo reptil a hacer
el porte.»
«¡Piedad!»,
dijo el dragón, que había alcanzado a oír aquellas palabras cuando
salía de la cueva por tercera, más cargado que nunca y con una gran
cantidad de ricas joyas semejantes a fuegos rojos y verdes. «¡Piedad!
Llevar todo esto será mi muerte, y no podría cargar un solo fardo
más así me matéis.»
«Entonces
hay todavía más, ¿no es cierto?», dijo el granjero.
«Sí.
Lo suficiente como para seguir viviendo con dignidad.» Por una vez,
cosa extraordinaria, se acercaba a la verdad, y le resultó
provechoso.
«Si
me dejáis lo que queda», dijo con gran astucia, «seré siempre
vuestro amigo. Y llevaré todo este tesoro a casa de vuestra
señóría. y no a la del rey. Y lo que es más, os ayudaré a
conservarlo.»
Sacó
entonces el granjero un palillo de dientes con la mano izquierda, y
se tomó un minuto de profunda reflexión. «¡De acuerdo!», dijo al
fin, mostrando una discreción laudable. Un caballero se habría
mantenido en sus trece para conseguir todo el botín, y lo hubiera
logrado, aunque cargando además con una maldición. Era casi seguro
que, si Egidio empujaba al reptil a la desesperación, éste se
revolvería al finall y presentaría batalla, con o sin Tajarrabos.
En cuyo caso Egidio, de no resultar él mismo muerto, se vería
obligado a matar a su hipotética acémila y dejar la mayor parte de
sus ganancias en la montaña.
Bien,
ya había tomado la decisión. El granjero se llenó los bolsillos
de joyas, no fuese a salir algo mal, y colocó una pequeña carga
sobre la yegua. Todo lo demás lo ató a la espalda de Crisófilax
en cofres y talegas, hasta que éste pareció el carro de mudanzas de
palacio. No había posibilidad de que se escapara volando, porque la
carga era demasiado grande y Egidio le había amarrado las alas.
«Esta
cuerda ha resultado ser extremadamente útil, en medio de todo»,
pensó, v se acordó con gratitud del párroco.
De
modo que el dragón salió trotando entre soplido y resoplido, con la
yegua pisándole los talones y el granjero enarbolando la brillante y
amenazadora Tajarrabos. No se atrevió a intentar ningún truco.
A
pesar de la carga, la yegua y el dragón fueron más veloces al
regreso que la cabalgata a la venida. Porque maese Egidio tenía
prisa (y no era la razón de menos peso que escasease la comida en
sus alforjas). Tampoco confiaba mucho en Crisófilax, después de
haber quebrantado juramentos v compromisos solemnes, y se preguntaba
cuánto más podría avanzar de noche sin peligro de muerte o de
pérdidas irreparables. Pero antes de que oscureciese la suerte lo
favoreció de nuevo, porque dieron alcance a media docena de siervos
y acémilas que habían salido huyendo Y ahora se encontraban
perdidos en las Colinas Salvajes.' Sorprendidos al verle, escaparon
llenos de temor; pero Egidio los llamó a voces.
«¡Eh,
muchachos!», dijo, «¡Volved! Tengo un trabajo para vosotros, y
buenas soldadas mientras dure este viaje.»
Entraron,
pues, a su servicio, contentos de tener un guía y de que su sueldo
llegase ahora con mayor regularidad de lo que había sido costumbre.
A partir de entonces la cabalgata la formaron siete hombres, seis
mulas, una yegua y un dragón; y Egidio comenzó a sense como un lord
y a hincharse como un pavo. Se detuvieron lo menos posible. Por la
noche Egidio amarró cuatro estacas, una para cada pata, y puso
turnos de
tres hombres que lo vigilasen. La yegua torda durmió con un ojo
abierto, no fuera que los hombres ,intentasen por su cuenta algún
truco.
Al
cabo de tres días llegaron a los límites de su propio territorio, y
su llegada causó un estupor y conmoción como pocas veces se había
visto de costa a costa. En la primera aldea en que pararon les
sirvieron comida y bebida gratis, y la mitad de los mozos quisieron
unirse al cortejo. Egidio escogió una docena de jóvenes de buen
porte. Les prometió sueldos saneados y les compró las mejores
monturas que pudo encontrar. Comenzaba a pensar en el futuro.
Tras
descansar allí un día, partió de nuevo seguido de su renovada
escolta. Cabalgaban entonando canciones en su honor, que, aunque
improvisadas, a él le sonaban a música celestial. Algunas gentes
lo aclamaban y otras se alborozaban. Era un espectáculo alegre y
sorprendente a la vez.
Al
poco, Egidio el granjero viró hacia el sur y puso rumbo a su casa
sin llegarse a la corte ni enviar ningún mensaje. Pero la noticia
del regreso de maese Egidio se extendió como un incendio bajo el
viento del oeste, y causó gran sorpresa y confusión. Porque su
llegada coincidió con los últimos ecos de un decreto real, que
ordenaba a todas las villas y pueblos guardar luto por la pérdida de
aquellos valientes caballeros en el paso de las montañas.
Por
doquiera que Egidio iba se olvidaba el luto, se lanzabanlas campanas
al vuelo y la gente se agolpaba a la vera del camino, gritando y
agitando gorros y pafñuelos. Y abucheaban de tal forma al pobre
dragón que empezó a arrepentirse del trato que había hecho.
Aquello resultaba de lo más humillante para alguien de antiguo e
imperial linaje. Cuando llegaron a Ham, todos los perros le ladraron
con desprecio; todos menos Garm, que sólo tenía ojos, orejas y
nariz para su amo. La verdad es que casi perdió la cabeza, e. iba
dando volteretas a todo lo largo de la calle.
Ham,
por supuesto, deparó al granjero una bienvenida extraordinaria; pero
probablemente nada le agradó más que encontrar al molinero sin una
pulla que llevarse a la boca, y al herrero completamente
desorientado.
«Aquí
no se ha terminado todo. Recordad mis palabras», dijo. Pero no
encontró nada peor que pronosticar y movió la cabeza con
pesadumbre. Egidio, con sus seis - hombres, la docena de garridos
mozos, el dragón y demás, subió colina arriba y allí permaneció
durante algún tiempo. Sólo el párroco recibió invitación para
visitarlo en casa.
Pronto
llegaron las noticias a la capital y la gente, olvidando el luto
oficial e incluso sus propios quehaceres, se echó a la calle. Todo
eran voces y algarabía.
El
rey se encontraba en su mansión, mordiéndose las uñas y mesándose
la barba. Entre el desconsuelo y la rabia (y la preocupación
financiera) se había puesto de un humor tan negro que nadie se
atrevía a hablarle. Por fin el jolgorio de la calle llegó a sus
oídos. Aquello no sonaba a lamentaciones ni a llanto.
«¿A
qué se debe todo ese ruido?», preguntó. «Ordenad a la gente que
se vaya a sus casas y que guarden decentemente el luto. Esto parece
un mercado de aves.» «El dragón ha vuelto, señor», le
contestaron. «¿Qué?», dijo el rey. «Reunid a todos los
caballeros, lo que quede de ellos.»
«No
hay necesidad, milord», contestaron. «Con maese Egidio a sus
espaldas el dragón es la docilidad misma. Por lo menos, así se nos
ha informado. Las noticias acaban de llegar y son contradictorias.»
«¡Dios
bendito!», dijo el rey, visiblemente aliviado. «Y pensar que
habíamos ordenado celebrar pasado mañana un oficio fúnebre por ese
individuo. ¡Que lo supriman! ¿Hay alguna noticia de nuestro
tesoro?»
«Los
informes hablan de una auténtica montaña, señor», contestaron.
«¿Cuándo
llegará?», preguntó el rey con ansiedad. «Un buen hombre ese
Egidio. ¡Pasadle a nuestra presencia en cuanto llegue!»
Se
produjo una cierta demora a la hora de responder. Por último,
alguien se armó de valor y dijo: «Perdonad, señor, pero hemos oído
que el granjero se ha desviado hacia su casa. Sin duda se apresurará
a presentarse aquí tan pronto como se halle convenientemente
ataviado.» «Sin duda», dijo el rey. «Pero ¡mal haya su atuendo!
No tenía excusa para irse a casa sin rendir cuentas. Estamos muy
disgustados.»
La
primera oportunidad llegó y pasó, al igual que muchas otras. De
hecho, Egidio llevaba ya una semana larga en casa y la corte no había
recibido aún noticias o mensajes suyos.
Al
décimo día la ira del rey estalló. «¡Mandad traer a ese
individuo!», dijo; y lo trajeron. Costaba un día de duro cabalgar
llegar a Ham, y otro tanto volver.
«¡No
quiere venir, señor!», anunció un tembloroso mensajero al cabo de
dos días.
«¡Rayos
del cielo!», tronó el rey. «¡Mandadle que se presente el próximo
martes, o lo arrojaré en prisión de por vida! »
«Perdonad,
señor, pero aún así se niega a venir», dijo un acongojadísimo
mensajero tras regresar solo el martes.
«¡Diez
mil truenos!», exclamó el rey. «¡Encerrad inmediatamente a ese
individuo! Mandad ahora mismo a unos cuantos hombres para que
traigan encadenado a ese patán», gritó a los que se encontraban a
su alrededor. «¿Cuántos...?», tartamudearon. «Está el dragón
y... Tajarrabos v ... »
«¡Y
majaderías y bobadas!», dijo el rey. Luego mandó traer su caballo
blanco, reunió a sus caballeros (o lo que quedaba de ellos) y una
compañía de hombres de armas, y partió al galope con fiera rabia.
Toda la gente salió de sus casas sorprendida.
Pero
Egidio el granjero se había convertido en algo más que un héroe:
era el ídolo local; y la gente no vitoreó al paso de los caballeros
y hombres de armas, aunque aún se descubrieron ante el rey. A
medida que se acercaban a Ham el ambiente se hacía más sombrío; en
algunos pueblos los vecinos se encerraron en sus casas y no se
dejaron ver.
Aquello
transformó la ira ardiente del rey en fría cólera. Su aspecto era
torvo cuando llegó al galope hasta el río tras el que se
encontraban Ham y la casa del granjero. Había pensado poner fuego
al lugar. Pero allí estaba Egidio, en el puente, sobre su yegua
torda y con Tajarrabos al puño. No había nadie más a la vista, a
excepción de Garm, echado sobre el camino.
«¡Buenos
días, señor!», dijo Egidio, alegre como unas .pascuas y sin
esperar a que le dirigiesen la palabra.
El
rey le lanzó una fría mirada. «Tus maneras no son las más
apropiadas ante Nos», dijo, «pero eso no te excusa de presentarte
cuando se te llama».
«No
pensaba hacerlo, señor. Eso es todo», dijo Egidio. «Tengo asuntos
propios en los que ocuparme, y ya he desperdiciado mucho tiempo en
vuestro servicio.» «¡Diez mil truenos!», contestó el rey, otra
vez rojo de ira. «¡Al demonio contigo y tu insolencia! Después de
esto no obtendrás recompensa ninguna y serás muy afortunado si
escapas a la horca. Porque te haré ahorcar a menos que supliques
nuestro perdón aquí y ahora, y nos devuelvas la espada.»
«¿Cómo?»,
dijo Egidio. «Reconozco que ya he recibido mi premio. Lo que se da
no se quita, decimos aquí. Y estoy seguro de que Tajarrabos está
mejor en mis manos que en las de vuestra gente. Y, por cierto, ¿a
qué se debe tanto caballero y soldado? Si venís de visita, con
menos hubieseis sido bien recibidos. Si queréis llevarme, os harán
falta muchos más.»
El
rey se sofocó; los caballeros se pusieron muy colorados y bajaron
los ojos al suelo. Algunos de los hombres de armas que se
encontraban a espaldas del monarca se permitieron una sonrisa.
«¡Dame
mi espada!», gritó el rey, recuperando la voz, pero olvidando el
plural mayestático.
«¡Dadnos
vuestra corona!», dijo Egidio: una afirmación inusitada, como nunca
hasta entonces se había oído en todos los días del Reino Medio.
«¡Rayos
del cielo! ¡Cogedle y atadle!», gritó el rey justamente
encolerizado por lo que había oído. «¿A qué esperáis?
¡Prendedie o matadle!»
Los
soldados avanzaron.
«¡Socorro,
socorro, socorro!», aulló Garm.
Justo
en aquel momento de debajo del puente asomó el dragón. Había
permanecido sumergido, oculto en el extremo más lejano. A la sazón
dejaba escapar un terrible chorro de vapor, pues había tragado
muchos galones de agua. Inmediatamente se formó una densa niebla en
la que sólo se veían los ojos rojos del dragón.
«¡Volved
a casa, estúpidos», bramó, «o acabaré con vosotros! En el paso
montañoso yacen fríos ya muchos caballeros, y pronto habrá más en
el río. ¡Todos los corceles y hombres del rey!», rugió, y saltó
hacia adelante y clavó su garra en la blanca montura del monarca,
que salió galopando como los diez mil truenos que su amo mencionaba
tan a menudo. Los otros caballos lo siguieron con la misma
celeridad: algunos ya se las habían visto antes con el dragón y no
guardaban buen recuerdo. Los hombres de armas se dispersaron como
Dios les dio a entender en todas las direcciones menos la de Ham.
El
caballo blanco, que sólo tenía algunos rasguños, no logró ir muy
lejos. El rey lo obligó pronto a dar la vuelta. Todavía podía
gobernar su caballo; y nadie iba a decir que temía a alguien en este
mundo, hombre o dragón. Para cuando volvió, ya se había disipado
la niebla, al igual que los caballeros y soldados. Ahora las cosas
presentaban otro aspecto, con el rey completamente solo dirigiendo la
palabra a un resuelto granjero, que para colmo contaba con Tajarrabos
y el dragón.
Pero
la entrevista no sirvió de nada. El granjero Egidio era obstinado.
No estaba dispuesto -a ceder, aunque tampoco a luchar, por más que
el rey lo retó a combate singular allí y en aque', momento.
«No,
milord», dijo riéndose. «Volved a casa y calmaos. No quiero
haceros daño, pero será mejor que os marchéis o no podré
responder del dragón. ¡Buenos días!* Y así dio fin la Batalla del
Puente de Ham. El rey no vio nunca ni un penique del tesoro ni
recibió disculpa ninguna de Egidio el granjero, que comenzaba a
tener un concepto más elevado de sí mismo. Lo que es más, desde
aquel día terminó la influencia del Reino Medio en aquella zona.
En un radio de muchas millas la gente aceptó a Egidio como señor.
El rey, con todos sus títulos, no pudo conseguir ni un solo hombre
que luchase contra el rebelde, que había pasado a ser el ídolo del
país y protagonista de baladas; y resultó imposible silenciar todas
las canciones que celebraban sus gestas. La preferida era aquella
que recordaba, en cien pareados épico-cómicos, el encuentro sobre
el puente.
Crísófilax
permaneció largos años en Ham para beneficio de Egidío, porque
todo el mundo respeta al que posee un dragón domesticado. Se le
había acomodado, con permiso del párroco, en el granero de los
diezmos, donde lo custodiaban los doce robustos jóvenes. De esta
forma nació el primero de los títulos de Egidio: Domínus de Domito
Serpente, que en lengua vulgar quiere decir Señor del Reptil Domado.
Como tal se le reconoció en muchos lugares; pero aún pagaba un
tributo simbólico al rey: seis rabos de buey y un jarro de cerveza,
que debía entregar el día de San Matías, aniversario del encuentro
en el puente. Al poco, sin embargo, cambió el título de Señor por
el de Conde, y el Condado del Reptil Domado fue en verdad muy
extenso.
Después
de algunos años se convirtió en el Principe Julius Aegidius y dejó
de pagar el tributo. Porque Egidio, que era inmensamente rico, se
había construido un palacio de gran magnificencia y había reunido
un poderoso contingente de hombres de armas. Tenía una apariencia
elegante y galana, ya que su atuendo era el mejor que podía
encontrarse en el mercado. Cada uno de los doce garridos mozos
ascendió a capitán. Garm tenía un collar de oro, y mientras vivió
pudo vagar a sus anchas, feliz y orgulloso, e insufrible para sus
congéneres. Esperaba que los demás perros le otorgasen el respeto
que engendraba el temor y magnificencia de su amo. La yegua torda
vivió en paz el resto de sus días, sin dejar nunca entrever sus
pensamientos.
Por
fin Egidio llegó a rey, por supuesto, rey del Pequeiño Reino. Fue
coronado en Ham con el nombre de Aegidius Draconarius; pero sé le
conocía más bien como el buen Egidio el del Dragón. Como la
lengua vernácula se puso de moda en la corte, no utilizó el latín
en ninguno de sus discursos. Su mujer resultó una reina de amplio
relieve y majestad y llevó con mano firme la economía domestica.
No había modo de buscarle la vuelta a la Reina Agueda; y se
comprende, sí se tiene en cuenta el volumen de la dama.
Y
así Egidio se hizo por fin viejo y venerable, con una barba blanca
que le Regaba hasta los pies y una corte respetable (en la que el
mérito con frecuencia recibía su recompensa) y una orden de
caballería completamente nueva: los Guardianes del Dragón, con este
animal por emblema. Los doce jóvenes garridos fueron los miembros
fundadores.
Hay
que admitir que en gran medida Egidio debió su engrandecimiento a la
suerte, aunque también demostró sentido común a la hora de sacarle
partido. Tanto la fortuna como el buen sentido lo acompañaron hasta
el fin de sus días para cumplido beneficio de sus amigos y vecinos.
Compensó con munificencia al párroco, e incluso el herrero y el
molinero tuvieron su parte. Porque Egidio podía permitirse el lujo
de ser generoso. Pero tan pronto como llegó a rey, dictó una ley
severísima contra las profecías de mal agüero e hizo de la
molienda un monopolio real. El herrero cambió su trabajo por el de
enterrador, pero el molinero se convirtió en un obsequioso servidor
de la Corona. El párroco llegó a obispo y estableció su sede en
la iglesia de Ham, tras una adecuada ampliación.
Los
Draconarii (guardianes del dragón) edificaron en honor de éste,
origen de su fortuna y fama, una gran mansión a unas cuatro millas
al oeste de Ham, sobre el lugar en que Egidio y Crisófilax se habían
encontrado por primera vez. En todo el reino se conoció aquel lugar
como Aula Draconaria, o en lengua vernácula Palacio del Dragón, en
recuerdo del rey y su estandarte.
La
faz de la tierra ha cambiado desde entonces y han surgido y se han
eclipsado muchos reinos; han caído los árboles y los ríos han
modificado su curso; sólo quedan las montañas y aún éstas
erosionadas por los vientos y las lluvias... Pero en los días de que
había esta historia el Palacio del Dragón fue Sede Real y el
estandarte con su figura ondeaba sobre los árboles. Y la vida
transcurrió allí alegre y feliz mientras Tajarrabos permaneció
sobre la tierra.
Epílogo
Una
y otra vez Crisóilax pedía la libertad; y su alimentación
resultaba demasiado costosa, ya que continuaba creciendo, pues los
dragones lo hacen a lo largo de toda su vida, lo mismo que los
árboles. Así que después de unos cuantos años, cuando Egidio ya
se sintió seguro en el trono, dejó al pobre reptil volver a su
casa. Se separaron con manifestaciones de mutua estima y un pacto de
no agresión por ambas partes. En lo más negro de su corazón el
dragón sentía por Egidio toda la simpatía que uno de su especie
puede sentir hacia los demás. Después de todo estaba Tajarrabos.
Podían haberle quitado la vida con facilidad, e incluso todo su
botín. Porque resultaba que aún tenía un buen montón de riquezas
en su cueva, como Fgiiío había sospechado.
Emprendió
su vuelo de regreso hacia las montañas, lento y trabajoso, pues las
alas se le habían entumecido con tan larga inactividad, y su tamaño
y su caparazón habían crecido enormemente. Una vez en casa echó a
la calle a un joven dragón que había tenido la temeridad de
establecerse en ella mientras Crisófilax estaba fuera. Se cuenta
que el fragor de la pelea se oyó por toda Venedotia. Cuando terminó
de devorar con gran satisfacción a su derrotado oponente, se sintió
mejor y se mitigaron las cicatrices de su humillación, y durmió
durante un largo período. Despertó por fin súbitamente e inició
la búsqueda del mayor y más estúpido de los gigantes, que había
comenzado todo el asunto una noche de verano, hacía ya mucho tiempo.
Le dijo lo que pensaba de él, y el pobre individuo se quedó todo
apabullado.
«Un
trabuco, ¿eh?», dijo rascándose la cabeza. «Yo creí que eran
tábanos.»
FINIS,
o en idioma vernáculo FIN.
profe el libro tiene muy buen fin y esta muy bien
ResponderEliminarleido:)
interesante....
ResponderEliminarleido y muy interesante
ResponderEliminar(Paula González Amores)
ResponderEliminarLeído
Leído y muy interesante :)
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