jueves, 13 de octubre de 2011

Capítulo 4: La Gran Bruja




"Las brujas" - Roald Dahl
Al día siguiente, vino a casa un hombre de traje negro, que llevaba un maletín, y mantuvo una larga conversación con mi abuela en el cuarto de estar. No me dejaron entrar mientras estuvo allí, pero cuando, al fin, se marchó, mi abuela se acercó a mí andando muy despacio y con una expresión muy triste.
Ese hombre me ha leído el testamento de tu padre —dijo.
—¿Qué es un testamento? —le pregunté.
Es una cosa que escribes antes de morir —dijo—. En él dices a quién dejas tu dinero y tus bienes. Y lo más importante de todo, dices quién debe cuidar a tu hijo, si el padre y la madre han muerto.
Me entró un pánico horrible.
¿Decía que tú, abuela? —grité—. No tengo que irme con alguna otra persona, ¿verdad?
No —dijo—. Tu padre no haría eso nunca. Me pide que cuide de ti mientras viva, pero también me pide que te lleve a tu propia casa en Inglaterra. Quiere que nos quedemos a vivir allí.
Pero, ¿por qué? —dije—. ¿Por qué no podemos quedarnos en Noruega? ¡A ti te espantaría vivir en cualquier otro sitio! ¡Tú me lo has dicho!
Sí, lo sé —dijo—. Pero hay un montón de complicaciones con el dinero y con la casa que no podrías entender. Además, el testamento decía que aunque toda tu familia es noruega, tú has nacido en Inglaterra y has empezado a educarte allí y él quiere que sigas yendo a colegios ingleses.
¡Oh, abuela! —grité—. ¡Tú no quieres irte a vivir a nuestra casa de Inglaterra! ¡Yo sé que no!
Claro que no —dijo—. Pero me temo que tengo que hacerlo. El testamento dice que tu madre opinaba lo mismo, y es importante respetar la voluntad de los padres.
No había escapatoria. Teníamos que irnos a Inglaterra y mi abuela empezó a hacer los preparativos en seguida.
Tu próximo trimestre escolar empieza dentro de unos días —dijo—, así que no tenemos tiempo que perder.
La noche antes de salir para Inglaterra, mi abuela volvió a sacar su tema preferido.
En Inglaterra no hay tantas brujas como en Noruega —dijo.
Estoy seguro de que no me encontraré a ninguna —dije.
Sinceramente espero que no —dijo—, porque esas brujas inglesas son las más crueles del mundo entero.
Mientras ella estaba allí sentada, fumando su maloliente puro y charlando, yo no dejaba de mirarle la mano a la que le faltaba el pulgar. No podía remediarlo. Me fascinaba y no paraba de preguntarme qué cosas espantosas le habrían sucedido aquella vez en que se encontró a una bruja. Tenía que haber sido algo verdaderamente espeluznante y aterrador, porque, de lo contrario, me lo habría contado. Puede que la hubieran retorcido el pulgar hasta arrancárselo, O quizá le habían obligado a meter el dedo por el pitorro de una cafetera hirviendo hasta que se le coció. ¿O se lo arrancaron de la mano como se hace con una muela? No podía remediar el intentar adivinarlo.
Dime qué hacen esas brujas inglesas, abuela.
Bueno —dijo ella, chupando su apestoso puro—, su artimaña favorita es preparar unos polvos que convierten a un niño en algún bicho que todos los mayores odian.
—¿Qué clase de bicho, abuela?
Muchas veces es una babosa —dijo ella—. Una babosa es uno de sus preferidos. Entonces los mayores pisan a la babosa y la espachurran sin saber que es un niño.
—¡Eso es absolutamente bestial! —exclamé.
También puede ser una pulga —dijo mi abuela—. Pueden convertirte en una pulga y, sin darse cuenta de lo que pasa, tu madre echaría insecticida y adiós.
Me estás poniendo nervioso, abuela. Creo que no quiero volver a Inglaterra.
Sé de brujas inglesas —continuó ella— que han convertido a niños en faisanes y luego los han soltado en el bosque justo el día antes de que empezara la temporada de caza del faisán.
—¡Aug! —dije—. ¿Y les matan?
Claro que les matan. Y luego les quitan las plumas y los asan y se los comen para cenar.
Me imaginé a mí mismo convertido en faisán, volando desesperadamente por encima de los hombres con escopetas, girando y bajando, mientras las escopetas disparaban.
Sí —dijo mi abuela—, a las brujas inglesas les encanta contemplar a los mayores cargándose a sus propios niños.
De verdad que no quiero ir a Inglaterra, abuela.
Claro que no. Ni yo tampoco. Pero no tenemos más remedio.
¿Las brujas son diferentes en cada país? —pregunté.
Completamente distintas —contestó—. Pero no sé mucho sobre las de otros países.
¿Ni siquiera sabes sobre las de Estados Unidos?
No mucho —contestó—. Aunque he oído decir que allí las brujas son capaces de hacer que los mayores se coman a sus propios hijos.
¡Nunca! —grité—. ¡Oh, no, abuela! ¡Eso no puede ser cierto!
Yo no sé si es cierto o no —dijo ella—. Sólo es un rumor que he oído.
Pero, ¿cómo es posible que les hagan comerse a sus propios hijos? —pregunté.
Convirtiéndolos en perritos calientes. Eso no debe ser demasiado difícil para una bruja lista.
¿Todos, todos los países tienen sus brujas? —pregunté.
En cualquier sitio donde haya gente, hay brujas —dijo mi abuela—. Hay una Sociedad Secreta de las Brujas en cada país.
—¿Y se conocen todas, abuela?
No. Una bruja sólo conoce a las brujas de su país. Está terminantemente prohibido comunicarse con las brujas extranjeras. Pero una bruja inglesa, por ejemplo, conoce a todas las demás brujas de Inglaterra. Todas son amigas. Se llaman por teléfono. Intercambian recetas mortales. Dios sabe de qué más hablan. No quiero ni pensarlo.
Yo estaba sentado en el suelo, observando a mi abuela. Dejó el puro en el cenicero y cruzó las manos sobre su estómago.
Una vez al año —continuó—, las brujas de cada país por separado celebran una reunión secreta. Se reúnen en un sitio para escuchar un discurso de La Gran Bruja del Mundo Entero.
¿De quién —grité.
Es la que las dirige a todas —dijo mi abuela—. Es todopoderosa. No tiene compasión. Todas las demás la tienen un pánico mortal. La ven sólo una vez al año en su Congreso Anual. Va allí a provocar emoción y entusiasmo y a dar órdenes. La Gran Bruja viaja de un país a otro para asistir a estos Congresos Anuales.
—¿Dónde tienen estas reuniones, abuela?
Hay toda clase de rumores —contestó mi abuela—. He oído decir que reservan habitaciones en un hotel como cualquier otro grupo de mujeres que vayan a celebrar una reunión. También he oído decir que pasan cosas rarísimas en los hoteles donde se hospedan. Se rumorea que nunca duermen en las camas, que hay señales de quemaduras en las alfombras de las habitaciones, que se encuentran sapos en las bañeras, y que en la cocina, el cocinero se encontró una vez a un cocodrilo pequeñito nadando en la olla de la sopa.
Mi abuela volvió a coger su puro y dio otra chupada, inhalando el asqueroso humo hasta el fondo de los pulmones.
¿Dónde vive La Gran Bruja cuando está en casa? —pregunté.
Nadie lo sabe —dijo—. Si lo supiéramos, podríamos desarraigarla y destruirla. Los brujófilos del mundo entero se han pasado la vida tratando de descubrir el cuartel general secreto de La Gran Bruja.
—¿Qué es un brujófilo, abuela?
—Una persona que estudia a las brujas y sabe mucho sobre ellas —dijo mi abuela.
—¿Tú eres una brujófila, abuela?
Soy una brujófila retirada —dijo—. Ya soy demasiado vieja para estar en activo. Pero cuan do era más joven, viajé por todo el mundo intentando seguir la pista de La Gran Bruja. Ni siquiera estuve cerca de conseguirlo.
—¿Es rica? —pregunté.
Está nadando en dinero —dijo—. Corre el rumor de que tiene una máquina en su cuartel general exactamente igual a la máquina que usa el gobierno para imprimir los billetes que utilizamos. Después de todo, los billetes de banco sólo son pedazos de papel con dibujos y figuras especiales. Cualquiera que tenga la máquina y el papel adecuados puede hacerlos. Yo me imagino que La Gran Bruja hace todo el dinero que quiere y se lo reparte a las brujas de todas partes.
¿Y cómo hace el dinero extranjero? —pregunté.
Esas máquinas pueden hacer hasta dinero chino si quieres —dijo ella—. Es sólo cuestión de apretar el botón indicado.
Pero, abuela —dije—, si nadie ha visto a La Gran Bruja, ¿cómo puedes estar tan segura de que existe?
Mi abuela me lanzó una mirada muy seria.
Nadie ha visto nunca al diablo —dijo—, pero sabemos que existe.
A la mañana siguiente, zarpamos para Inglaterra y pronto estuve de nuevo en la vieja casa familiar en Kent, pero esta vez solamente estaba mi abuela para cuidarme. Luego empezó el segundo trimestre y yo iba al colegio todos los días y todo parecía haber vuelto a la normalidad.
Al final de nuestro jardín había un enorme castaño, y en lo alto, entre sus ramas, Timmy (mi mejor amigo) y yo habíamos empezado a construirnos una magnífica casita. Solamente podíamos trabajar en ella los fines de semana, pero avanzábamos bastante. Empezamos por el suelo, colocando unos tablones anchos entre dos ramas muy separadas y clavándolos en ellas. Al cabo de un mes, habíamos terminado el suelo. Entonces pusimos una barandilla de madera todo alrededor y ya sólo nos quedaba hacer el tejado. El tejado era lo más difícil.
Un sábado por la tarde, cuando Timmy estaba en la cama con gripe, decidí empezar el tejado yo solo. Se estaba fenomenal allí arriba, a solas con las pálidas hojas nuevas, que estaban brotando todo a mi alrededor. Era como estar en una cueva verde. Y la altura lo hacía doblemente emocionante. Mi abuela me había dicho que, si me caía, me rompería una pierna y cada vez que miraba abajo, me recorría un escalofrío por la espalda.
Trabajé mucho, clavando el primer tablón del tejado. Luego, de repente, por el rabillo del ojo, vi a una mujer que estaba de pie justo debajo de mí. Me estaba mirando y sonreía de un modo muy extraño. Cuando la mayoría de la gente sonríe, sus labios se abren hacia los lados. Los de esta mujer se abrían hacia arriba y hacia abajo, enseñando todos los dientes de delante y las encías. Las encías parecían carne cruda.
Siempre es un choque descubrir que te están observando cuando crees que estás solo.
Y además, ¿qué hacía esta mujer en nuestro jardín?
Noté que llevaba un sombrerito negro y unos guantes negros que le llegaban hasta el codo.
¡Guantes! ¡Llevaba guantes!
Me quedé helado.
Tengo un regalo para ti —dijo, mirándome fijamente, sonriendo aún y enseñando los dientes y las encías.
Yo no contesté.
Baja del árbol, chiquillo —dijo—, y te daré el regalo más emocionante que has tenido en tu vida.
Su voz tenía un sonido metálico y raspante, como si tuviera la garganta llena de alfileres.
Sin apartar sus ojos de mi cara, metió muy despacio una mano enguantada en su bolso y sacó una pequeña serpiente verde. La sostuvo en alto para que yo la viera.
—Está domesticada —dijo.
La serpiente empezó a enroscarse en su brazo. Era de un verde brillante.
—Si bajas aquí, te la daré —dijo.
Oh, abuela, pensé, ¡ven a ayudarme!

Entonces me entró el pánico. Me puse a trepar por aquel enorme árbol como si fuera un mono. No me detuve hasta que llegué a lo más alto que podía, y me quedé allí, temblando de miedo. Ya no podía ver a la mujer. Entre ella y yo había muchas capas de ramas.
Me quedé allí arriba durante muchas horas y permanecí muy quieto. Empezó a oscurecer. Al fin, oí la voz de mi abuela, llamándome.
—Estoy aquí arriba —grité.
¡Baja ahora mismo! —gritó ella—. Ya ha pasado la hora de cenar.
¡Abuela! —grité—. ¿Se ha ido ya esa mujer?
—¿Qué mujer? —dijo.
—¡La mujer de los guantes negros!
Hubo un silencio abajo. Era el silencio de alguien que está demasiado aturdido para poder hablar.
¡Abuela! —grité otra vez—. ¿Se ha ido?
Sí —contestó mi abuela al fin—. Se ha ido. Yo estoy aquí, cariño. Yo te protegeré. Baja ahora.
Bajé. Estaba temblando. Mi abuela me abrazó.
—He visto una bruja —dije.
Vamos dentro —dijo—. Conmigo estarás bien.
Me llevó a casa y me dio una taza de cacao con muchísimo azúcar.
—Cuéntamelo todo —dijo.
Se lo conté.
Cuando terminé, era mi abuela la que estaba temblando. Su cara estaba del color de la ceniza y la vi echar una ojeada a su mano sin pulgar.
Ya sabes lo que esto significa —dijo—. Quiere decir que hay una de ellas en nuestro distrito. De ahora en adelante no voy a dejarte ir solo al colegio.
¿Crees que puede haberla tomado conmigo en particular? —pregunté.
No —dijo—. Lo dudo. Para esos seres un niño es igual a otro.
No es muy sorprendente que después de aquello yo me convirtiera en un niño muy consciente de las brujas. Si por casualidad me encontraba solo en la carretera y veía acercarse a una mujer que llevaba guantes, cruzaba rápidamente al otro lado. Y como el tiempo fue bastante frío durante todo ese mes, casi todas llevaban guantes. Sin embargo, curiosamente, nunca volví a ver a la mujer de la serpiente verde.
Esa fue mi primera bruja. Pero no fue la última.

Próximo capítulo: Vacaciones de verano

8 comentarios:

  1. hola profe ya me he leído el capítulo. Cada uno que pasa es más interesante. Carlos M.

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  2. ola profe ya me he leído el capítulo 4 es genial y muy interesante!!!!
    Lucía Aguilera Rivas;)

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  3. Ey D. Luis ya me he leído el capítulo. Creo que em voy a comprar el libro profe, ta mu chulo. Roberto Moreno Fernández :)

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  4. ya me lo he leído. Jesús Moreno

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  5. María Hurtado Torres.20 de octubre de 2011, 18:07

    cada capítulo me gusta más:D

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  6. Ángela Del Pozo Granados20 de octubre de 2011, 18:12

    Leído :)
    Este capítulo ha estado muy bien!

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  7. Ya me lo e leido. Samuel Paradas.

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  8. profe,me lo e leido,es´ta muy chulo :)

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