"Las brujas" - Roald Dahl
Al día siguiente, vino
a casa un hombre de traje negro, que
llevaba un maletín, y mantuvo una larga
conversación con mi abuela en el cuarto de estar.
No me dejaron entrar mientras estuvo allí, pero
cuando, al fin, se marchó, mi abuela se acercó a
mí andando muy despacio y con una expresión muy
triste.
—Ese hombre me ha leído el testamento de
tu padre —dijo.
—¿Qué es un testamento? —le pregunté.
—Es una cosa que escribes antes de morir —dijo—.
En él dices a quién dejas tu dinero y tus bienes.
Y lo más importante de todo, dices quién debe cuidar a tu hijo, si
el padre y la madre han muerto.
Me entró un pánico
horrible.
—¿Decía que tú, abuela? —grité—. No
tengo que irme con alguna otra persona,
¿verdad?
—No —dijo—. Tu padre no haría eso nunca.
Me pide que cuide de ti mientras viva, pero también me pide que te
lleve a tu propia casa en Inglaterra.
Quiere que nos quedemos a vivir allí.
—Pero, ¿por qué? —dije—. ¿Por qué no
podemos quedarnos en Noruega? ¡A ti te
espantaría vivir en cualquier otro sitio!
¡Tú me lo has dicho!
—Sí, lo sé —dijo—. Pero hay un montón de
complicaciones con el dinero y con la casa
que no podrías
entender. Además, el testamento decía que aunque
toda tu familia es noruega, tú has nacido en
Inglaterra y has empezado a educarte allí y él quiere
que sigas yendo a colegios ingleses.
—¡Oh, abuela! —grité—. ¡Tú no quieres
irte a vivir a nuestra casa de Inglaterra!
¡Yo sé que no!
—Claro que no —dijo—. Pero me temo que
tengo que hacerlo. El testamento dice que tu madre
opinaba lo mismo, y es importante respetar la
voluntad de los padres.
No había escapatoria.
Teníamos que irnos a Inglaterra y mi
abuela empezó a hacer los preparativos en
seguida.
—Tu próximo trimestre escolar empieza dentro
de unos días —dijo—, así que no tenemos tiempo
que perder.
La noche antes de salir para Inglaterra, mi abuela
volvió a sacar su tema preferido.
—En Inglaterra no hay tantas brujas como en
Noruega —dijo.
—Estoy seguro de que no me encontraré a ninguna
—dije.
—Sinceramente espero que no —dijo—, porque
esas brujas inglesas son las más crueles del mundo entero.
Mientras ella estaba allí
sentada, fumando su maloliente puro y
charlando, yo no dejaba de mirarle la mano
a la que le faltaba el pulgar. No podía
remediarlo. Me fascinaba y no paraba de preguntarme qué cosas
espantosas le habrían sucedido aquella vez
en que se encontró a una bruja. Tenía que
haber sido algo verdaderamente espeluznante y
aterrador, porque, de lo contrario, me lo habría contado.
Puede que la hubieran retorcido el pulgar hasta
arrancárselo, O quizá le habían obligado a meter
el dedo por el pitorro de una cafetera hirviendo
hasta que se le coció. ¿O se lo
arrancaron de la mano como se hace con una
muela? No podía remediar el intentar
adivinarlo.
—Dime qué hacen esas brujas inglesas, abuela.
—Bueno —dijo ella, chupando su apestoso puro—,
su artimaña favorita es preparar unos polvos
que convierten a un niño en algún bicho que todos
los mayores odian.
—¿Qué clase de bicho, abuela?
—Muchas veces es una babosa —dijo ella—. Una
babosa es uno de sus preferidos. Entonces los mayores
pisan a la babosa y la espachurran sin saber que
es un niño.
—¡Eso es absolutamente bestial! —exclamé.
—También puede ser una pulga —dijo mi
abuela—. Pueden convertirte en una pulga
y, sin darse cuenta de lo que pasa, tu
madre echaría insecticida y adiós.
—Me estás poniendo nervioso, abuela. Creo que
no quiero volver a Inglaterra.
—Sé de brujas inglesas —continuó ella— que
han convertido a niños en faisanes y luego los han
soltado en el bosque justo el día antes de que empezara
la temporada de caza del faisán.
—¡Aug! —dije—. ¿Y les matan?
—Claro que les matan. Y luego les quitan las
plumas y los asan y se los comen para cenar.
Me imaginé a mí mismo
convertido en faisán, volando
desesperadamente por encima de los hombres con escopetas, girando y
bajando, mientras las escopetas disparaban.
—Sí —dijo mi abuela—, a las brujas inglesas
les encanta contemplar a los mayores cargándose a
sus propios niños.
—De verdad que no quiero ir a Inglaterra,
abuela.
—Claro que no. Ni yo tampoco. Pero no tenemos
más remedio.
—¿Las brujas son diferentes en cada país?
—pregunté.
—Completamente distintas —contestó—. Pero
no sé mucho sobre las de otros países.
—¿Ni siquiera sabes sobre las de Estados
Unidos?
—No mucho —contestó—. Aunque he oído decir
que allí las brujas son capaces de hacer que los
mayores se coman a sus propios hijos.
—¡Nunca! —grité—. ¡Oh, no, abuela! ¡Eso
no puede ser cierto!
—Yo no sé si es cierto o no —dijo ella—.
Sólo es un rumor que he oído.
—Pero, ¿cómo es posible que les hagan comerse
a sus propios hijos? —pregunté.
—Convirtiéndolos en perritos calientes. Eso no
debe ser demasiado difícil para una bruja lista.
—¿Todos, todos los países tienen sus brujas?
—pregunté.
—En cualquier sitio donde haya gente, hay brujas
—dijo mi abuela—. Hay una Sociedad Secreta
de las Brujas en cada país.
—¿Y se conocen todas, abuela?
—No. Una bruja sólo conoce a las brujas de su
país. Está terminantemente prohibido comunicarse
con las brujas extranjeras. Pero una bruja inglesa,
por ejemplo, conoce a todas las demás brujas de
Inglaterra. Todas son amigas. Se llaman por teléfono.
Intercambian recetas mortales. Dios sabe de
qué más hablan. No quiero ni pensarlo.
Yo estaba sentado en el suelo, observando a mi
abuela. Dejó el puro en el cenicero y
cruzó las manos sobre su estómago.
—Una vez al año —continuó—, las brujas de
cada país por separado celebran una reunión secreta.
Se reúnen en un sitio para escuchar un discurso
de La Gran Bruja del Mundo Entero.
—¿De quién
—grité.
—Es la que las dirige a todas —dijo mi
abuela—. Es todopoderosa. No tiene
compasión. Todas las demás la tienen un
pánico mortal. La ven sólo una vez al año
en su Congreso Anual. Va allí a provocar
emoción y entusiasmo y a dar órdenes. La Gran
Bruja viaja de un país a otro para asistir a estos Congresos
Anuales.
—¿Dónde tienen estas reuniones, abuela?
—Hay toda clase de rumores —contestó mi
abuela—. He oído decir que reservan
habitaciones en un hotel como cualquier otro grupo de mujeres que
vayan a celebrar una reunión. También he oído decir
que pasan cosas rarísimas en los hoteles donde se
hospedan. Se rumorea que nunca duermen en las
camas, que hay señales de quemaduras en las alfombras
de las habitaciones, que se encuentran sapos
en las bañeras, y que en la cocina, el
cocinero se encontró una vez a un
cocodrilo pequeñito nadando en la olla de
la sopa.
Mi abuela volvió a
coger su puro y dio otra chupada, inhalando
el asqueroso humo hasta el fondo de los
pulmones.
—¿Dónde vive La Gran Bruja cuando está en
casa? —pregunté.
—Nadie lo sabe —dijo—. Si lo supiéramos,
podríamos desarraigarla y destruirla. Los
brujófilos del mundo entero se han pasado
la vida tratando de descubrir el cuartel
general secreto de La Gran Bruja.
—¿Qué es un brujófilo, abuela?
—Una persona que estudia a las brujas y sabe mucho sobre ellas
—dijo mi abuela.
—¿Tú eres una brujófila, abuela?
—Soy una brujófila retirada —dijo—. Ya soy
demasiado vieja para estar en activo. Pero cuan
do era más joven, viajé por todo el mundo
intentando seguir la pista de La Gran
Bruja. Ni siquiera estuve cerca de
conseguirlo.
—¿Es rica? —pregunté.
—Está nadando en dinero —dijo—. Corre el
rumor de que tiene una máquina en su cuartel general
exactamente igual a la máquina que usa el gobierno
para imprimir los billetes que utilizamos. Después de todo, los
billetes de banco sólo son pedazos de
papel con dibujos y figuras especiales. Cualquiera
que tenga la máquina y el papel adecuados puede
hacerlos. Yo me imagino que La Gran Bruja hace
todo el dinero que quiere y se lo reparte a las brujas
de todas partes.
—¿Y cómo hace el dinero extranjero? —pregunté.
—Esas máquinas pueden hacer hasta dinero chino
si quieres —dijo ella—. Es sólo cuestión de apretar el botón
indicado.
—Pero, abuela —dije—, si nadie ha visto a
La Gran Bruja, ¿cómo puedes estar tan segura de que
existe?
Mi abuela me lanzó una
mirada muy seria.
—Nadie ha visto nunca al diablo —dijo—, pero
sabemos que existe.
A la mañana siguiente,
zarpamos para Inglaterra y pronto estuve de nuevo en la vieja casa
familiar en Kent, pero esta vez solamente
estaba mi abuela para cuidarme. Luego
empezó el segundo trimestre y yo iba al
colegio todos los días y todo parecía
haber vuelto a la normalidad.
Al final de nuestro jardín
había un enorme castaño, y en lo alto,
entre sus ramas, Timmy (mi mejor amigo) y
yo habíamos empezado a construirnos una
magnífica casita. Solamente podíamos trabajar en ella los fines de
semana, pero avanzábamos bastante.
Empezamos por el suelo, colocando unos tablones
anchos entre dos ramas muy separadas y
clavándolos en ellas. Al cabo de un mes,
habíamos terminado el suelo. Entonces pusimos una barandilla de
madera todo alrededor y ya sólo nos quedaba hacer
el tejado. El tejado era lo más difícil.
Un sábado por la tarde,
cuando Timmy estaba en la cama con gripe, decidí empezar el tejado
yo solo. Se estaba fenomenal allí arriba,
a solas con las pálidas hojas nuevas, que
estaban brotando todo a mi alrededor. Era como estar en una cueva
verde. Y la altura lo hacía doblemente emocionante. Mi abuela
me había dicho que, si me caía, me rompería
una pierna y cada vez que miraba abajo, me recorría
un escalofrío por la espalda.
Trabajé mucho, clavando
el primer tablón del tejado. Luego, de
repente, por el rabillo del ojo, vi a una
mujer que estaba de pie justo debajo de mí.
Me estaba mirando y sonreía de un modo muy extraño.
Cuando la mayoría de la gente sonríe, sus labios
se abren hacia los lados. Los de esta mujer se
abrían hacia arriba y hacia abajo, enseñando todos los
dientes de delante y las encías. Las encías parecían
carne cruda.
Siempre es un choque descubrir que te están
observando cuando crees que estás solo.
Y además, ¿qué hacía
esta mujer en nuestro jardín?
Noté que llevaba un
sombrerito negro y unos guantes negros que
le llegaban hasta el codo.
¡Guantes! ¡Llevaba
guantes!
Me quedé helado.
—Tengo un regalo para ti —dijo, mirándome
fijamente, sonriendo aún y enseñando los dientes y
las encías.
Yo no contesté.
—Baja del árbol, chiquillo —dijo—, y te
daré el regalo más emocionante que has tenido en tu
vida.
Su voz tenía un sonido
metálico y raspante, como si tuviera la
garganta llena de alfileres.
Sin apartar sus ojos de mi cara, metió
muy despacio una mano enguantada en su
bolso y sacó una pequeña serpiente verde.
La sostuvo en alto para que yo la viera.
—Está domesticada —dijo.
La serpiente empezó a
enroscarse en su brazo. Era de un verde
brillante.
—Si bajas aquí, te la daré —dijo.
Oh, abuela, pensé, ¡ven
a ayudarme!
Entonces me entró el
pánico. Me puse a trepar por aquel enorme árbol como si fuera un
mono. No me detuve hasta que llegué a lo
más alto que podía, y me quedé allí,
temblando de miedo. Ya no podía ver a la
mujer. Entre ella y yo había muchas capas
de ramas.
Me quedé allí arriba
durante muchas horas y permanecí muy
quieto. Empezó a oscurecer. Al fin, oí la
voz de mi abuela, llamándome.
—Estoy aquí arriba —grité.
—¡Baja ahora mismo! —gritó ella—. Ya ha
pasado la hora de cenar.
—¡Abuela! —grité—. ¿Se ha ido ya esa
mujer?
—¿Qué mujer? —dijo.
—¡La mujer de los guantes negros!
Hubo un silencio abajo. Era el silencio de alguien
que está demasiado aturdido para poder
hablar.
—¡Abuela! —grité otra vez—. ¿Se
ha ido?
—Sí —contestó mi abuela al fin—. Se ha
ido. Yo estoy aquí, cariño. Yo te
protegeré. Baja ahora.
Bajé. Estaba temblando.
Mi abuela me abrazó.
—He visto una bruja —dije.
—Vamos dentro —dijo—. Conmigo estarás bien.
Me llevó a casa y me
dio una taza de cacao con muchísimo
azúcar.
—Cuéntamelo todo —dijo.
Se lo conté.
Cuando terminé, era mi
abuela la que estaba temblando. Su cara
estaba del color de la ceniza y la vi echar
una ojeada a su mano sin pulgar.
—Ya sabes lo que esto significa —dijo—.
Quiere decir que hay una de ellas en nuestro distrito. De ahora en
adelante no voy a dejarte ir solo al colegio.
—¿Crees que puede haberla tomado conmigo
en particular? —pregunté.
—No —dijo—. Lo dudo. Para esos seres un
niño es igual a otro.
No es muy sorprendente que después
de aquello yo me convirtiera en un niño
muy consciente de las brujas. Si por
casualidad me encontraba solo en la
carretera y veía acercarse a una mujer que llevaba
guantes, cruzaba rápidamente al otro lado. Y
como el tiempo fue bastante frío durante todo ese
mes, casi todas llevaban
guantes. Sin embargo, curiosamente, nunca
volví a ver a la mujer de la serpiente
verde.
Esa fue mi primera bruja. Pero no fue la última.
Próximo capítulo: Vacaciones de verano
hola profe ya me he leído el capítulo. Cada uno que pasa es más interesante. Carlos M.
ResponderEliminarola profe ya me he leído el capítulo 4 es genial y muy interesante!!!!
ResponderEliminarLucía Aguilera Rivas;)
Ey D. Luis ya me he leído el capítulo. Creo que em voy a comprar el libro profe, ta mu chulo. Roberto Moreno Fernández :)
ResponderEliminarya me lo he leído. Jesús Moreno
ResponderEliminarcada capítulo me gusta más:D
ResponderEliminarLeído :)
ResponderEliminarEste capítulo ha estado muy bien!
Ya me lo e leido. Samuel Paradas.
ResponderEliminarprofe,me lo e leido,es´ta muy chulo :)
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