"Las brujas" - Roald Dahl
Llegaron las vacaciones de Semana Santa y
pasaron, y comenzó al último trimestre
del colegio. Mi abuela y yo habíamos
planeado pasar las vacaciones en Noruega y
casi no hablábamos de otra cosa por las
noches. Ella había reservado un camarote
para cada uno, en el barco que iba de Newcastle a Oslo, para la fecha
más inmediata posible después de que yo
acabara el colegio, y desde Oslo me iba a
llevar a un sitio que ella conocía en la costa sur,
cerca de Arendal, donde ella había pasado sus vacaciones
de verano cuando era pequeña, hacía casi
ochenta años.
—Mi hermano y yo estábamos todo el día en
el bote de remos. Toda la costa está salpicada de
diminutas islitas en las que no hay nadie. Las explorábamos
y nos lanzábamos al mar desde las suaves rocas de granito, y a
veces, cuando íbamos hacia allá, echábamos el ancla y pescábamos
bacalao y merlán. Si cogíamos algo,
hacíamos un fuego en la isla y freíamos
el pescado en una sartén para comer. No
hay pescado más rico en el mundo que el bacalao absolutamente
fresco.
—¿Qué usabais como cebo, abuela, cuando ibais
de pesca?
—Mejillones —dijo—. Todo el mundo usa
mejillones como cebo en Noruega. Y si no
pescábamos nada, hervíamos
los mejillones en una olla y nos los
comíamos.
—¿Estaban buenos?
—Deliciosos —dijo—. Los cocíamos en agua de
mar y quedaban tiernos y salados.
—¿Qué más hacíais, abuela?
—Remábamos mar adentro y saludábamos con
la mano a los pescadores de gambas que volvían
a casa, y ellos nos daban un puñado de gambas a
cada uno. Las gambas estaban aún tibias, recién cocidas,
y nos sentábamos en el bote, pelándolas y devorándolas.
La cabeza era lo más rico.
—¿La cabeza?
—Aprietas la cabeza entre los dientes y chupas
lo de dentro. Está riquísimo. Tú y yo haremos todas
esas cosas este verano, cielo —dijo.
—Abuela, no puedo esperar. Sencillamente, no
puedo esperar más para ir allí.
—Ni yo —dijo ella.
Cuando sólo faltaban
tres semanas para el final de curso,
sucedió algo espantoso. Mi abuela cogió
una pulmonía. Se puso muy enferma, y una enfermera
diplomada vino a nuestra casa para cuidarla.
El médico me explicó que la pulmonía, generalmente,
no es una enfermedad grave hoy en día, pero
cuando una persona tiene más de ochenta años, como
mi abuela, entonces sí que es muy grave. Dijo que
ni siquiera se atrevía a trasladarla a un hospital en
ese estado, así que la dejaron en su habitación y
yo paseaba por delante de la puerta, viendo cómo le
entraban bombonas de oxígeno y otras cosas horribles.
—¿Puedo entrar a verla? —pregunté.
—No, guapo —dijo la enfermera—. Por ahora,
no.
La señora Spring, una
mujer gorda y alegre, que venía a limpiar
todos los días, se instaló también en casa. La señora Spring se
ocupaba de mí y me hacía
las comidas. Me caía muy bien, pero no se
podía comparar con mi abuela para contar historias.
Una noche, unos diez días
después, el médico vino a decirme:
—Ya puedes entrar a verla, pero sólo un ratito. Ha preguntado por
ti.
Subí las escaleras
volando, entré en el cuarto de mi abuela
como un ciclón y me arrojé en sus brazos.
—Eh, eh —dijo la enfermera—. Ten cuidado.
—¿Vas a estar bien ya, abuela? —pregunté.
—Ya ha pasado lo peor —dijo ella—. Pronto
me levantaré.
—¿Sí? —le dije a la enfermera.
—Claro que sí —contestó, sonriendo—. Nos
dijo que no tenía más remedio que ponerse
buena porque tenía que ocuparse de ti.
Le di otro abrazo a la abuela.
—No me dejan fumar un puro —dijo ella—. Pero
ya verás cuando se vayan.
—Es un pájaro duro de roer —dijo la
enfermera—. Dentro de una semana estará
levantada.
La enfermera tenía
razón. Antes de una semana, mi abuela
estaba moviéndose por la casa con su
bastón de puño de oro, y metiéndose con los guisos
de la señora Spring.
—Le agradezco muchísimo todo lo que nos ha
ayudado, señora Spring —le dijo—, pero ya puede
usted marcharse a su casa.
—No, señora, no puedo. El médico me dijo que
me encargara de que usted descansara durante los
próximos días.
El médico dijo algo
más. Fue como si hubiera dejado caer una
bomba sobre la abuela y sobre mí, cuando
nos dijo que, bajo ningún concepto, debíamos correr el riesgo de
viajar a Noruega ese verano.
—¡Bobadas! —gritó la abuela—. ¡Le he
prometido que iríamos!
—Es demasiado lejos —dijo el médico—. Sería
muy peligroso. Pero le diré lo que sí puede usted
hacer. Puede llevarse a su nieto a un buen hotel
de la costa sur de Inglaterra. El aire de mar es
exactamente lo que usted necesita.
—¡Oh, no! —dije.
—¿Quieres que tu abuela se muera? —me
preguntó el médico.
—¡Nunca! —dije.
—Entonces no la dejes hacer un viaje largo este
verano. Todavía no está lo bastante fuerte para eso.
Y no le permitas fumar esos asquerosos puros negros.
Al final, el médico se
salió con la suya respecto a las
vacaciones, pero no respecto a los puros. Reservamos habitaciones en
un lugar llamado Hotel Magnífico, en
Bournemouth, la famosa ciudad de verano. Bournemouth, me dijo mi
abuela, estaba lleno de viejos como ella.
Se iban allí a miles, cuando se
retiraban, porque el aire era tan sano y vigorizante
que, eso creían ellos, les mantenía vivos unos años
más.
—¿Y es así? —pregunté.
—Claro que no —dijo ella—. Es una tontería.
Pero, por una vez, creo que debemos obedecer
al médico.
Poco después, la abuela
y yo tomamos el tren a Bournemouth y nos
instalamos en el hotel Magnífico. Era un
enorme edificio blanco en primera línea de
playa y me pareció un sitio aburridísimo
para pasar el verano. Yo tenía mi propia habitación,
pero había una puerta que comunicaba con la
de mi abuela, así que podíamos visitarnos sin salir al
pasillo.
Justo antes de irnos a Bournemouth, mi abuela
me había regalado, como premio de
consolación, dos ratones blancos en una
cajita y, naturalmente, me los llevé al
hotel. Eran divertidísimos, los ratones
aquellos. Les llamé Guiller y Mary y me puse en
seguida a enseñarles trucos. El primer truco que les
enseñé fue a subir por dentro de la manga de mi chaqueta
y salir por mi cuello. Luego les enseñé a trepar
por mi cogote hasta lo alto de mi cabeza. Lo conseguía
poniéndome migas en el pelo.
La primera mañana
después de nuestra llegada al hotel, la
camarera estaba haciendo mi cama cuando uno
de mis ratones asomó la cabeza por entre las
sábanas. La camarera lanzó un chillido que hizo venir
corriendo a una docena de personas para ver a
quién estaban matando. Informaron al director del
hotel. Y, a continuación, hubo una desagradable escena
entre el director, mi abuela y yo, en el despacho
de éste.
El director, cuyo nombre era señor
Stringer, era un hombre con el pelo tieso y
vestido con un frac negro.
—No puedo Permitir ratones en mi hotel señora—le
dijo a mi abuela.
—¿Cómo se atreve a decir eso cuando su
asqueroso hotel está lleno de ratas?
-gritó ella.
—¡Ratas! —chilló el señor Stringer,
poniéndose morado—. ¡En este hotel no
hay ratas!
—He visto una esta misma mañana —dijo mi abuela—. Iba
corriendo por el pasillo y entró en la cocina.
—¡Eso no es verdad! —gritó el señor
Stringer.
—Más vale que llame usted al desratizador en
seguida —dijo ella—, antes de que yo informe a las autoridades de
Sanidad. Sospecho que hay ratas correteando
por toda la cocina y robando la comida de
las estanterías y saltando en el puchero de la sopa.
—¡Nunca! —aulló el señor Stringer.
—No me extraña que esta mañana la tostada
de mi desayuno estuviera roída por los bordes —continuó mi
abuela, implacable—. No me extraña que
tuviera un desagradable olor ratonil. Si no tiene
usted cuidado, los de Sanidad van a ordenarle que
cierre todo el hotel antes de que todo el mundo coja
fiebres tifoideas.
—No hablará usted en serio, señora —dijo el
señor Stringer.
—No he hablado más en serio en mi vida —dijo
mi abuela—. ¿Va usted a permitir que mi nieto
tenga sus ratoncitos blancos en su cuarto o no?
El director comprendió
que estaba derrotado.
—¿Puedo proponer un compromiso, señora?
—dijo—. Le permitiré tenerlos en su cuarto siempre que
no los deje salir nunca de la caja. ¿De acuerdo?
—Eso nos parece muy bien —dijo mi abuela,
se levantó y salió de la habitación mientras yo la
seguía.
No hay manera de amaestrar a unos ratones dentro
de una caja. Sin embargo, no me atrevía a
dejarles salir, porque la camarera me espiaba continuamente. Tenía
llave de mi puerta y no hacía más que
entrar de repente a todas horas, tratando de pillarme
con los ratones fuera de la caja. Me dijo que
al primer ratón que no cumpliera las normas, el
portero lo ahogaría en un cubo.
Decidí buscar un lugar
más seguro donde pudiera continuar amaestrándolos. Debía de haber
alguna habitación vacía en aquel enorme
hotel. Me metí un ratón en cada bolsillo
de los pantalones y bajé las escaleras en
busca de un lugar secreto.
La planta baja del hotel era un laberinto de
salones, todos con un nombre en letras
doradas sobre la puerta. Pasé
por «La Antesala», «El Salón de
Fumadores», «El Salón de Juego», «El Salón de Lectura»
y «La Sala». Ninguno de ellos estaba vacío. Seguí
por un pasillo largo y ancho y al final me encontré con «El Salón
de Baile». Tenía unas puertas dobles y
delante de ellas había un gran cartel sobre un
caballete. El cartel decía:
CONGRESO DE LA RSPCN
PROHIBIDA LA ENTRADA
ESTE SALÓN
ESTA RESERVADO
PARA EL CONGRESO
ANUAL
DE
LA REAL SOCIEDAD
PARA LA PREVENCIÓN
DE LA CRUELDAD CON LOS NIÑOS
Las dobles puertas del salón
estaban abiertas. Me asomé. Era un salón
inmenso. Había filas y filas de sillas de
cara a una tarima. Las sillas estaban
pintadas en dorado y tenían pequeños cojines rojos
en los asientos. Pero no había ni un alma a la
vista.
Me colé cautelosamente
en el salón. Era un lugar precioso,
secreto y silencioso. El congreso de la
Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con
los Niños debía de haberse celebrado más temprano
y ya todos se habían ido. Aunque no fuera así,
aunque aparecieran todos de pronto, tenían que ser
gente maravillosamente amable, que mirarían con
aprecio a un joven domador de ratones dedicado a
su trabajo.
En la parte de atrás
del salón había un gran biombo plegable
con dragones chinos pintados. Decidí,
solamente para estar seguro, ponerme detrás del
biombo y hacer allí el entrenamiento. La gente de
la Prevención de la Crueldad con los Niños no me
daba ni pizca de miedo, pero había una posibilidad
de que al señor Stringer, el director, se le ocurriera asomar la
cabeza por allí. Si lo hacía y veía a
los ratones, los pobrecitos acabarían en el cubo del
portero antes de que yo hubiera podido gritar no.
Me dirigí de puntillas
al fondo del salón y me instalé sobre la gruesa alfombra verde,
detrás del biombo. ¡Qué sitio tan
sensacional! ¡Ideal para amaestrar
ratones! Saqué a Guiller y a Mary de mis bolsillos. Se sentaron a mi
lado en la alfombra, tranquilos y
correctos.
El truco que iba a enseñarles
hoy era el de andar en la cuerda floja. No
es tan difícil enseñar a un ratón
inteligente a andar sobre la cuerda floja como un experto, siempre y
cuando sepas exactamente cómo hay que
hacerlo. Primero, hay que tener un trozo de
cuerda. Yo lo tenía. Luego, hay que tener
un poco de bizcocho bueno. La comida favorita
de los ratones blancos es un buen bizcocho con pasas. Se vuelven
locos por él. Yo había traído un
bizcocho que me había guardado en el
bolsillo el día anterior, cuando estaba
merendando con mi abuela.
Así es como se hace. Sostienes la cuerda tirante
entre las dos manos, pero empiezas poniéndola
muy corta, sólo de unos siete centímetros. Te pones
al ratón en la mano derecha y un pedacito de
bizcocho en la mano izquierda. Por lo tanto, el ratón está
solamente a siete centímetros del bizcocho.
Puede verlo y oler lo. Sus bigotes se estremecen por
la excitación. Casi puede alcanzar el bizcocho inclinándose hacia
delante, pero no llega del todo. Únicamente
tiene que dar dos pasitos para alcanzar su
sabroso manjar. Se aventura hacia delante, una patita en la cuerda,
después la otra. Si el ratón tiene un
buen sentido del equilibrio, y la mayoría lo tienen, cruzará
fácilmente. Empecé con Guiller. Caminó
por la cuerda sin un instante de vacilación.
Le dejé dar un
mordisquito del bizcocho para estimular su
apetito. Luego le volví a poner en mi mano derecha.
Esta vez alargué la
cuerda. La puse de unos catorce
centímetros. Guiller supo lo que tenía que hacer. Con un excelente
equilibrio, recorrió la cuerda paso a paso
hasta que llegó al bizcocho. Le recompensé
con otro mordisquito.
Muy pronto, Guiller caminaba por una cuerda floja
(o mejor dicho, un cordel flojo) de sesenta centímetros
de largo, de una mano a la otra, para alcanzar
su bizcocho. Era fantástico observarle. El estaba
disfrutando una barbaridad. Yo tenía cuidado
de sostener la cuerda cerca de la alfombra para que,
si perdía el equilibrio, no se hiciera daño al caer.
Pero nunca se cayó. Evidentemente, Guiller era
un acróbata natural, un gran ratón acrobático.
Ahora le tocaba a Mary. Dejé
a Guiller en la alfombra, a mi lado, y le
premié con unas cuantas migas más y una
pasa. Luego empecé a seguir el mismo
procedimiento con Mary. Mi ciega ambición,
¿sabes?, el sueño de toda mi vida, era llegar a
ser algún día el propietario de un Circo de Ratones Blancos.
Tendría un pequeño escenario con un telón
rojo, y cuando se descorriera el telón, el público vería a mis
mundialmente famosos ratones amaestrados
haciendo toda clase de cosas: andando por la
cuerda floja, lanzándose desde un trapecio, dando volteretas
en el aire, saltando sobre un trampolín y todo
lo demás. Tendría ratones blancos montados en
ratas blancas, mientras éstas galopaban furiosamente
dando vueltas a la pista. Estaba empezando a
imaginarme viajando en primera clase por el mundo
entero con mi Famoso Circo de Ratones Blancos, y
actuando ante todas las cabezas coronadas en Europa.
El entrenamiento de Mary estaba a medias cuando,
de repente, oí voces fuera de la puerta
del Salón de
Baile. El sonido se hacía más fuerte, crecía en
un gran parloteo de palabras provenientes de muchas
gargantas. Reconocí la voz del espantoso director del hotel.
¡Socorro!, pensé.
Menos mal que estaba el enorme biombo.
Me agaché detrás y
miré por la rendija entre dos hojas del
biombo. Podía ver a lo ancho y a lo largo
del salón sin que nadie me viera a mí.
—Bien, señoras, estoy seguro de que se
encontrarán ustedes muy cómodas aquí —decía la voz del
señor Stringer.
Entonces entró por las
dobles puertas, con su frac negro y los
brazos extendidos, guiando a un gran rebaño
de señoras.
—Si hay algo que podamos hacer por ustedes,
no vacilen en avisarme —continuó—. El té se
les servirá en la Terraza Soleada, cuando hayan terminado
su reunión.
Con esas palabras, se inclinó
y se retiró del salón, mientras iba
entrando una enorme manada de señoras
pertenecientes a la Real Sociedad para la
Prevención de la Crueldad con los Niños. Llevaban
vestidos bonitos y todas tenían un sombrero en
la cabeza.
Yo ya he leído el capítulo.
ResponderEliminarYO YA ME HE LEÍDO EL CAPÍTULO , GUILLER ES UN CRACK JEJE JESÚS MORENO FERNÁNDEZ
ResponderEliminarLeído!!
ResponderEliminarRoberto Moreno Fernández.
yo ya lo he leido
ResponderEliminarLeido!!
ResponderEliminarYa me hago una idea de lo que puede pasar.
ResponderEliminarPorcierto, muy interesante:)
Yo también me hago una idea^^
ResponderEliminarestá muy interesante(:
Cada capítulo es mas interesante!
ResponderEliminarMe encanta!
(:
Anabel Fernandez Muñoz
Ya lo he leído profe!!
ResponderEliminarLucía Aguilera Rivas