martes, 29 de noviembre de 2011

El hada del nombre impronunciable


Las Gwragedd Annwn
del libro: Hadas (Montena)

En otros tiempos, todas las mañanas del día de Año Nuevo, podía verse una puerta abierta en una roca próxima a un lago de Gales y los que se atrevían a entrar llegaban a un pasadizo secreto que les conducía a una isla pequeña situada en medio del lago. Allí se encontraban en un primoroso jardín habitado por las Gwragged Annwn, que festejaban a sus huéspedes colmándolos de frutas y flores y deleitándoles con una preciosa música. Las hadas revelaban a sus visitantes asombrosos secretos y les invitaban a permanecer allí todo el tiempo que deseasen. Ahora bien, les advertían de que la isla era un secreto y de que nada podía sacarse de ella.
Sucedió un día que un visitante del mágico jardín se guardó en el bolsillo una flor que le habían ofrecido, pensando que le daría suerte. Pero en el momento en que tocó de nuevo la tierra "profanada", desapareció la flor y él cayó al suelo inconsciente. A los demás huéspedes de la tierra encantada, los despidieron con la habitual cortesía, pero desde aquel día la puerta que llevaba al hermoso jardín se cerró para siempre.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Egidio, cuarta parte: Un dragón de verdad


Egidio, el granjero de Ham
CUARTA PARTE

Egidio disfrutó mucho con el giro que habían tomado los acontecimientos. También su perro. Nunca recibió el vapuleo prometido. Egidio era un hombre justo para sus luces, y en su interior concedía una buena parte del mérito a Garm, aunque jamás llegara a confesarlo. Siguió lanzándole denuestos y objetos contundentes cuando le venía en gana, pero hacía la vista gorda a muchas de sus pequeñas correrías. A Garm se le había dado por hacer largos paseos. El granjero comenzó a pisar fuerte y la suerte le sonrió. En el otoño y primeros días del invierno el trabajo marchó bien. Todo parecía ir viento en popa..., hasta que llegó el dragón.
En aquellos días los dragones comenzaban a escasear en la isla. Hacía muchos años que no se había visto ninguno en las zonas habitadas del reino de Augustus Bonifacius. Estaban, claro, las ignotas comarcas fronterizas y las montañas despobladas hacia el norte y el oeste, pero quedaban muy distantes. Allí había morado en otro tiempo cierto número de dragones de una u otra especie, que habían llevado a cabo profundas y extensas incursiones. Pero entonces el Reino Medio era famoso por el arrojo de los caballeros de su corte, y fueron tantos los dragones errantes a los que dieron muerte, o que huyeron con graves heridas, que los demás cesaron de merodear por aquellas rutas.
Todavía se conservaba la costumbre de servir al rey Cola de Dragón en el banquete de Navidad, y cada año se elegía un caballero que se encargaba de la caza. Debía salir el día de Son Nicolás y regresar con una cola de dragón antes de la víspera de la celebración. Pero hacía ya muchos años que el cocinero real venía preparando un plato exquisito: una imitación de cola de dragón, hecha de hojaldre y pasta de almendras, con escamas bien simulados de azúcar glaseado. El caballero elegido la presentaba luego en el salón de! banquete, en Nochebuena, mientras tocaban los violines y sonaban las trompetas. La cola se servía como postre el día de Navidad, y todo el mundo comentaba (para complacer al cocinero) que sabía mucho mejor que la auténtica.
Así estaban las cosas, cuando hizo su aparición un dragón de verdad. Casi toda la culpa era del gigante. Después de la aventura tomó por costumbre recorrer la Montaña visitando a sus desperdigados parientes con mayor frecuencia de lo habitual, y mucha más de la que ellos apetecían. Porque siempre andaba buscando que le prestasen una olla grande de cobre. Pero lo consiguiese o no, acostumbraba a sentarse y perorar en su cansino y pesado estilo sobre el excelente país que quedaba a cierta distancia al oriente y todas las maravillas del Ancho Mundo. Se le había metido en la cabeza que era un magnífico y osado explorador.
«Preciosas tierras», solía decir, «totalmente llanas, de suave andadura, y llenas de alimentos al alcance de la mano: ya sabéis, vacas y ovejas por todos los sitios, que te dan al ojo si no estás ciego».
«Y ¿cómo es la gente?», le preguntaban.
«Nunca vi a nadie», decía, «No vi ni oí a caballero alguno, muchachos. Lo peor son las picaduras de los insectos junto al río.»
«¿Y por qué no vuelves y te quedas allí?», le dijeron. «¡Ah, bueno!, dicen que no hay nada como el hogar. Pero quizá vuelva algún día, si me da por ahí. En cualquier caso ya estuve una vez, que es más de lo que la mayoría puede decir. Y en cuanto a la olla... »
'«Y esas tierras tan ricas», se apresuraban a interrumpirle, «esas apetitosas regiones, llenas de un ganado que nadie vigila, ¿hacia dónde caen?, ¿a qué distancia?»
« ¡Oh! », contestaba, «allá por el este o sudeste. Pero es un largo camino». Y añadía una relación tan exagerada de la distancia que había recorrido, de los bosques, colinas y llanuras que había cruzado que ninguno de los otros gigantes de menor zancada se decidió nunca a emprender el viaje. A pesar de lo cual las habladurías se siguieron propalando.
Al cálido verano sucedió un invierno duro. En la Montaña el frío era gélido y escaseaba la comida. Los comentarios aumentaron. Se volvía una y otra vez sobre las ovejas de las tierras llanas y las vacas de los pastos bajos. Los dragones estiraban las orejas. Estaban hambrientos, y aquellos rumores resultaban atrayentes.
«¿Así que los caballeros son un mito?», decían los dragones más jóvenes y de menor experiencia. «Siempre nos lo pareció.»
«Al menos deben de haber empezado a escasear», pensaron los más ancianos y sabios de la especie; «están lejos y son pocos, y ya no representan ningún peligro».
Uno de los dragones se sintió profundamente interesado. Su nombre era Crisófilax Dives, pues era de linaje antiguo e imperial, y muy rico. Era astuto, inquisitivo, ambicioso y bien armado, aunque no temerario en exceso. Pero en cualquier caso no sentía ningún temor de moscas e insectos, cualquiera que fuese su clase o tamaño, y tenía un hambre de muerte.
De modo que un día de invierno, más o menos una semana antes de Navidad, Crisófilax desplegó sus alas y partió. Aterrizó con sigilo a media noche, justo en el corazón de los dominios de Augustus Bonifacíus rex et basileus. En poco tiempo causó grandes daños: destrozó, quemó y devoró ovejas, reses y caballos.
Todo esto ocurría en una región alejada de Ham. Lo que no fue obstáculo para que Garm se llevara el mayor susto de su vida. Había emprendido una larga expedición y, aprovechándose de la buena disposición de su amo, se había aventurado a pasar una noche o dos lejos de casa. Estaba enfrascado siguiendo un rastro en la espesura del bosque cuando a la vuelta de un recodo percibió de súbito un nuevo y alarmante olor. Se topó, tropezó en realidad, con la cola de Crisófilax Dives, que acababa de aterrizar. Nunca un perro giró sobre su rabo y salió disparado hacia casa con mayor celeridad que Garm. El dragón oyó su aullido y se volvió rugiendo; pero Garm estaba ya lejos de su alcance. Corrió durante el resto de la noche y llegó a casa hacia la hora del desayuno.
«¡Socorro, socorro, socorro!», gritó desde la puerta trasera.
Egidio oyó los ladridos y no le gustaron. Le hicieron recordar que cuando todo va bien es cuando surgen los imprevistos. «Mujer», dijo. «Haz entrar a ese maldito perro y dale de palos.»
Garm entró en la cocina hecho un ovillo y con la lengua fuera. «¡Socorro!», gritó.
«¿Qué has estado haciendo esta vez?», preguntó Egidio, que le arrojó una salchicha.
«Nada», jadeó Garm, demasiado aturdido para reparar en la salchicha.
«Bueno, deja ya de ladrar, o te despellejo», dijo el granjero.
«No he hecho nada malo, no quería hacer ningún daño», dijo el perro, «pero me tropecé por casualidad con un dragón y me di un susto terrible».
Al granjero se le atraganto la cerveza. «¿Dragón?»,exclamó. «¡Maldito seas, inútil metomentodo! ¿Para qué necesitabas ir en busca de un dragón en esta época del año y cuando yo estoy tan ocupado? ¿Dónde fue?»
« i Oh! Al norte de las colinas, muy lejos de aquí, más allá de los Menhires y toda aquella parte», dijo el perro. «¡Ah, tan lejos!», dijo Egidio con profundo alivio. «He oído comentar que hay gente muy rara por aquellos lugares. Allí tenía que haber sido. Que se las arreglen como puedan. Deja de fastidiarme con tales historias. ¡Lárgate!»
Garm se marchó y comentó por todo el pueblo lo ocurrido. No se olvidó de mencionar que su amo no había mostrado el menor sobresalto. «Se quedó impertérrito y siguió con el desayuno.»
A la puerta de sus casas los vecinos lo comentaron con regocijo. «Como en las viejas épocas», decían. «Y justo cuando llega la Navidad. Tan a tiempo. ¡Qué contento se va a poner el rey! Estas fiestas tendrá en su mesa una cola auténtica.»
Pero al día siguiente llegaron más noticias. Parecía que el dragón era excepcionalmente grande y feroz. Estaba haciendo grandes estragos.
«¿Y los caballeros del rey?», comenzó a preguntarse la gente.
Otros se habían hecho ya la misma pregunta. Mensajeros de las villas más afectadas por la presencia de Crisófilax llegaban cada día ante el rey y preguntaban repetidamente y en el tono más elevado que su atrevimiento les permitía: «¿Qué es de vuestros caballeros, señor?» Pero los caballeros no hacían nada. Oficialmente no sabían nada del dragón. Así que el rey tuvo que hacerles llegar de forma oficial la noticia y pedirles que pasasen a la acción tan pronto como lo juzgasen pertinente. Se vio desagradablemente sorprendido cuando comprendió que nunca les venía bien y que cada día posponían su intervención. Sin embargo, las excusas de los caballeros eran bien convincentes. En primer lugar el cocinero real ya tenía preparada la cola de dragón para aquellas Navidades, pues era el tipo de persona que cree que las cosas han de hacerse con tiempo. No sería elegante ofenderle presentándose en el último minuto con una cola auténtica. Era un servidor muy valioso. «¡Dejad en paz la cola! ¡Cortadle la cabeza y terminad de una vez con él!», gritaban los mensajeros de los pueblos más afectados.
Pero aquí estaba ya la Navidad, y por desgracia había un gran torneo programado para el día de San Juan: se había invitado a caballeros de numerosos reinos, que acudían para competir por un valioso trofeo. De ninguna forma podía pensarse en desperdiciar las oportunidades de los caballeros del Reino Medio al enviar a los mejores hombres a cazar un dragón antes de que el torneo hubiese terminado.
Luego estaba la fiesta de Año Nuevo.
Pero cada noche el dragón se desplazaba, y cada desplazamiento lo acercaba más y más a Ham. La noche de Año Nuevo la gente pudo ver llamaradas a lo lejos. El dragón se había instalado como a unas diez millas en un bosque que ahora ardía a placer. Era un dragón fogoso cuando le venía en gana.
Después de aquello la gente comenzó a volver su mirada al granjero Egidio y a cuchichear a sus espaldas, cosa que le hacía sentirse muy molesto; con todo, simulaba no enterarse. Al día siguiente el dragón se aproximó varias millas más. El mismo Egidio comenzó a criticar en voz alta el escándalo de los caballeros del rey.
«Me gustaría saber qué hacen para ganarse el pan», dijo.
«A nosotros también», dijeron todos en Ham.
Pero el molinero añadió: «Tengo entendido que a algunos aún les hacen caballeros por méritos propios. Después de todo, aquí nuestro buen Egidio es también en cierta forma un caballero. ¿Acaso no le envió el rey una carta con su sello y una espada?»
«Se necesita algo más que una espada para ser caballero», dijo Egidio. «Tienes que ser armado y todo eso, según tengo entendido. De cualquier modo, yo tengo mis propios asuntos que atender.»
«¡Oh!, pero seguro que el rey te armaría, si se lo pedimos», dijo el molinero. «Vamos a hacerlo antes de que sea demasiado tarde.»
«¡Ni hablar!», dijo Egidio. «La caballería no es para los de mi clase. Soy granjero y estoy muy ufano de serlo: un hombre sencillo y honrado, y los hombres honrados no hacen buen papel en la corte, dicen. Eso te va mejor a ti, maese molinero.»
El párroco se sonrió, aunque no por la contestación del granjero, porque él y el molinero siempre estaban devolviéndose las pullas como enconados enemigos que eran, según se decía en Ham. Lo había asaltado de repente una idea que lo entusiasmó. Pero de momento no dijo nada. El que no parecía tan entusiasmado era el molinero, que puso mal ceño.
«Simple, desde luego», dijo, «y honrado quizá. Pero, ¿es preciso estar en la corte y ser caballero para matar un dragón? Valor es todo lo que se necesita, como ayer mismo se lo oí decir a maese Egidio. ¿No os parece que él es tan valiente como cualquier caballero?»
Todos los presentes gritaron «.¡por supuesto que no!» la primera pregunta; y a la segunda, «¡claro que sí! ¡Tres hurras por el héroe de Ham!».
Maese Egidio volvió a casa bastante inquieto. Se estaba dando cuenta de que cuando se alcanza cierta reputación, se hace preciso mantenerla, y que esto puede resultar incómodo. Dio una patada al perro y escondió la espada en un armario de la cocina. Hasta entonces había estado colgada sobre la chimenea. Continuará.

viernes, 25 de noviembre de 2011

¿Cuántos tienes en la tuya?

Una de mis frases favoritas.
"Una habitación sin libros es como un cuerpo sin alma"
En mi casa hay libros, muchos, en absolutamente todas las habitaciones.

¡Pero, por favor, entrad!


Del libro "El viento en los Sauces"
de Kenneth Grahame

Los animalitos esperaron pacientemente un buen rato, saltando en la nieve para calentarse los pies. Por fin oyeron un lento arrastrar de pies que se acercaba a la puerta. El Topo observó que parecía como si alguien caminase en chancletas con unas zapatillas de fieltro; y por supuesto el Topo había acertado.
Una llave giró en la cerradura y la puerta se entreabrió, lo su­ficiente para dejar entrever un largo hocico y dos ojos que par­padeaban soñolientos.
-La próxima vez que esto suceda -dijo una voz bronca y desconfiada- me enfadaré muchísimo. ¿Quién es esta vez? ¿Quién se atreve a molestar a la gente en una noche como ésta?
-¡Oh, Tejón -gritó la Rata-, déjanos pasar, por favor! Soy yo, la Rata, y mi amigo el Topo, y nos hemos perdido en la nieve.
-¡Ratita, mi vieja amiga! -exclamó el Tejón, cambiando de tono-. ¡Entrad los dos enseguida! ¡Tenéis que estar agota­dos! ¡Pero bueno! ¡Perdidos en la nieve! ¡Y en el Bosque Sal­vaje, y a estas horas de la noche! ¡Pero, por favor, entrad!
Los dos animalitos entraron empujándose por pasar prime­ro, y oyeron contentos y aliviados el ruido de la puerta que se cerraba detrás de ellos.
El Tejón llevaba puesta una bata larga y unas zapatillas en chancleta, y sostenía en una mano una palmatoria, como si se dis­pusiera a ir a la cama cuando llamaron a la puerta. Los miró ca­riñosamente y les dio unas palmaditas en la cabeza.
-Esta no es la noche más adecuada para que salgan los ani­malitos -les dijo con tono paternal-. Me supongo que ha sido una de tus travesuras, Ratita. ¡Pero venid a la cocina! ¡Hay un fuego de primera, y cena, y de todo!
Echó a andar arrastrando los pies y ellos le siguieron dándo­se codazos de satisfacción por un pasillo largo y destartalado has­ta llegar a una especie de salón central, del cual salían otros pasillos como túneles, que se ramificaban misteriosa e intermi­nablemente. Pero también había puertas que daban al salón, unas gruesas puertas de roble de aspecto reconfortante. El Te­jón abrió una de las puertas y de repente se encontraron en me­dio de una ancha cocina, que alumbraba un gran fuego.
El suelo era de ladrillo rojo algo desgastado, y en el ancho hogar ardía un fuego de leña entre dos preciosas rinconeras bien protegidas por la pared de la más mínima corriente de aire. Un par de escaños, uno frente a otro, ofrecían asiento para los más sociables. En medio de la cocina había una larga mesa, com­puesta por un sencillo tablero sobre dos caballetes, con bancos a cada lado. En una punta de la mesa, donde había un sillón algo apartado, estaban esparcidos los restos de la sencilla pero abun­dante cena del Tejón. En el aparador, al otro extremo del salón, relucían filas de platos limpísimos, y de las vigas colgaban ja­mones, manojos de hierbas secas, cebollas trenzadas, y cestas con huevos. Parecía un lugar de lo más adecuado para que los héroes pudieran celebrar su victoria, o donde los segadores ago­tados pudieran celebrar alrededor de la mesa su Fiesta de la Co­secha con cantos y alegría, o donde dos o tres amigos de gustos sencillos pudieran reunirse para charlar, comer y fumar sin que nadie los molestara. El suelo de ladrillo desgastado sonreía al te­cho ahumado; los bancos de roble, brillantes por el uso, inter­cambiaban entre ellos alegres miradas; los platos del aparador hacían guiños a los pucheros de los estantes, y las alegres llamas chisporroteaban y jugaban con todo.
El amable Tejón los sentó en un banco para que se calenta­ran al amor de la lumbre, y les hizo que se quitaran los abrigos mojados y las botas. Luego les trajo batas y zapatillas, y él mis­mo lavó con agua tibia la espinilla del Topo y cubrió el corte con un poco de esparadrapo hasta que quedó como nuevo, si no me­jor. Por fin se disponían a descansar, calentitos y secos, con los pies apoyados en unos taburetes. "Podo ello, unido al promete­dor tintineo de los platos encima de la mesa, hizo que a los ago­tados animalillos, como náufragos arribados a buen puerto, les pareciera que el frío y desconocido Bosque Salvaje estaba lejí­simos, y que todo lo que les había sucedido no era más que un sueño casi olvidado.
Cuando por fin entraron en calor, el Tejón les llamó para que se sentaran a la mesa donde había preparado la cena. Estaban bastante hambrientos, pero, cuando vieron la cena que les ha­bía preparado, el único problema les pareció ser si atacaban pri­mero lo que resultaba tan atractivo, y dejaban el resto hasta que fueran capaces de hincarle el diente. Durante un buen rato la conversación resultó imposible; y cuando poco a poco pudieron reanudarla, no fue sino una de esas lamentables conversaciones que uno tiene cuando habla con la boca llena. Al Tejón no le im­portó nada de aquello, ni prestó atención a los codos apoyados encima de la mesa, ni al hecho de que todos hablaran al mismo tiempo. Como él no solía alternar, era del parecer que todo esto carecía realmente de importancia (por supuesto nosotros sabe­mos que estaba muy equivocado, ya que todas estas cosas son muy importantes, aunque sería demasiado largo explicar las ra­zones). Estaba sentado en su sillón a la cabecera de la mesa, y asentía de vez en cuando mientras los animalitos contaban sus historias. No parecía sorprendido por nada, y no dijo ni una sola vez: «Ya os lo decía yo» o «Si me hicierais caso», ni comentó lo que tendrían o no tendrían que haber hecho. Al Topo empezó a caerle bien el Tejón.
Cuando por fin acabaron de cenar, y todos se sentían pru­dentemente llenos, y ya no les importaba nada ni nadie, se reu­nieron frente a los rescoldos del gran fuego de leña, pensando lo agradable que era estar aún levantados tan tarde, y sentirse tan independientes, y tan llenos. Y tras charlar durante un buen rato de cosas en general, el Tejón dijo animado:
-¡Bueno! Contadme las novedades de vuestra parte del mundo.



El refugio perfecto

Ilustración de Jimmy Liao

La fantasía es un refugio, un lugar calentito donde descansar, estirar las piernas, cerrar los ojos y esperar que pase la tormenta. Los libros han servido a muchas personas a lo largo de la historia para perderse, evadirse y encontrar nuevas razones para seguir viviendo con alegría. Desde que empecé a leer me di cuenta de que había lugares a los que me gustaba volver de vez en cuando. Recuerdo la tranquilidad que me producía ir a Bree en "el Señor de los anillos" o a la casa de Tejón en "El viento en los sauces",... En esos momentos en los que la paz falta, un libro se convierte en una puerta a un lugar mejor, en el refugio perfecto. M.G.


Me gustaría recomendaros este libro: "Esconderse en un rincón del mundo", de Jimmy Liao. Si queréis saber más entrad aquí: http://www.barbara-fiore.com/index.php/libros-archivos/esconderse-en-un-rincon-del-mundo/

jueves, 24 de noviembre de 2011

Capítulo 9: La receta


"Las brujas" - Roald Dahl
Espero que no hayáis olvidado que, mientras sucedía todo esto, yo seguía escondido detrás del biombo, a gatas y con un ojo pegado a la rendija. No sé cuánto tiempo llevaba allí, pero me parecía que eran siglos. Lo peor era no poder toser ni hacer el menor ruido, y saber que, si lo hacía, podía darme por muerto. Y durante todo el rato, estaba en permanente terror de que una de las brujas de la última fila percibiera mi presencia por el olor, gracias a esos agujeros de la nariz tan especiales que tenían.
Mi única esperanza, según yo lo veía, era el hecho de no haberme lavado desde hacía varios días. Eso y la interminable excitación, aplausos y griterío que reinaba en la sala. Las brujas sólo pensaban en La Gran Bruja y en su gran plan para eliminar a todos los niños de Inglaterra. Ciertamente, no estaban olfateando el rastro de un niño en aquel salón. Ni en sueños (si es que las brujas sueñan) se les hubiera ocurrido esa posibilidad a ninguna de ellas. Me quedé quieto y recé.
La Gran Bruja había terminado su perversa canción y el público estaba aplaudiendo enloquecido y gritando:
¡Magnífica! ¡Sensacional! ¡Maravillosa! ¡Sois un genio, oh, Talentuda! ¡Es un invento extraordinario, este Ratonizador de Acción Retardada! ¡Es un éxito! ¡Y lo más hermoso es que serán los profesores quienes se carguen a los apestosos críos! ¡No seremos nosotras! ¡Nunca nos cogerán!
¡A las brugas nunca las coguen! —dijo La Gran Bruja, cortante—. ¡Atención ahorra! Quierro que todo el mundo prreste atención, ¡porrque estoy a punto de decirros lo que tenéis que hacerr parra prreparrarr la Fórrmula 86 Rratonisadorr de Acción Rretarrdada!
De pronto, se oyó una exclamación, seguida de un alboroto de chillidos y gritos, y vi a muchas de las brujas levantarse de un brinco y señalar a la tarima, gritando:
¡Ratones! ¡Ratones! ¡Ratones! ¡Lo ha hecho como demostración! ¡La Talentuda ha convertido a dos niños en ratones y ahí están!
Miré hacia la tarima. Allí estaban los ratones, efectivamente. Eran dos y estaban correteando cerca de las faldas de La Gran Bruja.
Pero no eran ratones de campo, ni ratones de casa. ¡Eran ratones blancosl Los reconocí inmediatamente. ¡Eran mis pobrecitos Guiller y Mary!
¡Ratones! —gritaron las brujas—. ¡Nuestra jefa ha hecho aparecer ratones de la nada! ¡Traed ratoneras! ¡Traed queso!
Vi a La Gran Bruja mirando fijamente al suelo y observando, con evidente desconcierto, a Guiller y Mary. Se agachó para verlos más de cerca. Luego se enderezó y gritó:
¡Silencio!
El público se calló y volvió a sentarse.
¡Estos rratones no tienen nada que verr conmigo! —dijo—. ¡Estos rrratones son rrratones domesticados! ¡Es evidente que estos rrratones perrtenecen a algún rrrepelente crrío del hotel! ¡Serrá un chico con toda seguridad, porrque las niñas no tienen rrratones domesticados!
¡Un chico! —gritaron las otras—. ¡Un chico asqueroso y maloliente! ¡Le destrozaremos! ¡Le haremos pedazos! ¡Nos comeremos sus tripas de desayuno!
¡Silencio! —gritó La Gran Bruja, levantando las manos—. ¡Sabéis perrfectamente que no debéis hacerr nada que llame la atención sobrre vosotrras mientrras estéis viviendo en el hotel! Deshagámonos de ese apestoso enano, perro con mucho cuidado y discrreción, porrque, ¿acaso no somos todas rrrespetabilíísimas damas de la Real Sociedad para la Prrevención de la Crrueldad con los Niños?
¿Qué proponéis, oh Talentuda? —gritaron las demás—. ¿Cómo debemos eliminar a ese pequeño montón de mierda?
Están hablando de mí, pensé. Estas mujeres están hablando de cómo matarme. Empecé a sudar.
Sea quien sea, no tiene imporrtancia —anunció La Gran Bruja—. Degádmelo a mí. Yo le encontrrarré porr el olorr y le convertirré en una trrucha y harré que me lo sirrvan para cenarr.
¡Bravo! —exclamaron las brujas—. ¡Córtale la cabeza y la cola y fríelo en aceite bien caliente!
Podéis imaginar que nada de esto me hizo sentirme muy tranquilo.
Guiller y Mary seguían correteando por la tarima y vi a La Gran Bruja apuntar una veloz patada a Guiller. Le dio justo con la punta del pie y lo envió volando por los aires. Luego hizo lo mismo con Mary. Tenía una puntería extraordinaria. Hubiera sido un gran futbolista. Los dos ratones se estrellaron contra la pared, y durante unos momentos se quedaron atontados. Luego reaccionaron y huyeron.
¡Atención otrra vez! —gritó La Gran Bruja—. ¡Ahorra os voy a darr la rrreceta parra prreparrarr la Fórrmula 86. Rratonisadorr de Acción Rretarrdada! Sacad papel y lápis.
Todas las brujas de la sala abrieron los bolsos y sacaron cuadernos y lápices.
¡Dadnos la receta, oh Talentuda! —gritaron, impacientes—. Decidnos el secreto.
Prrimerro —dijo La Gran Bruja— tuve que encontrrar algo que hicierra que los niños se volvierran muy pequeños muy rrrápidamente.
¿Y qué fue? —gritaron.
Esa parrte fue fácil —contestó—. Lo único que hay que hacerr si quierres que un niño se vuelva muy pequeño es mirrarrle por un telescopio puesto del rrevés.
¡Es asombrosa! —gritaron las brujas—. ¿A quién se le habría ocurrido una cosa así?
Porr lo tanto —continuó La Gran Bruja—, coguéis un telescopio del rrevés y lo cocéis hasta que esté blando.
¿Cuánto tarda? —le preguntaron.
Veintiuna horras de cocción —contestó—. Y mientrras está hirrviendo, coguéis cuarrenta y cinco rratones parrdos exactamente y les corrtáis el rrrabo con un cuchillo de cocina y frreís los rrrabos en aceite parra el pelo hasta que estén crruguientes.
¿Qué hacemos con todos esos ratones a los que les hemos cortado el rabo? —preguntaron.
Los cocéis al vaporr en gugo de rrrana durante una horra —fue la respuesta—. Perro escuchadme bien. Hasta ahorra sólo os he dado la parrte fácil de la rrreceta. El prroblema más difícil es ponerr algo que tenga un efecto verrdaderramente rretarrdado, algo que los niños puedan tomarr un día deterrminado, perro que no empiece a funcionarr hasta las nueve de la mañana siguiente, cuando lleguen al coleguio.

¿Qué se os ocurrió, oh, Talentuda? —gritaron—. ¡Decidnos el gran secreto!
El secrreto —anunció La Gran Bruja, triunfante— ¡es un despertadorr!
¡Un despertador! —gritaron—. ¡Es una idea genial!
Naturralmente —dijo La Gran Bruja—. Se puede ponerr hoy un desperrtadorr a las nueve y mañana sonarra exactamente a esa horra.
¡Pero necesitaremos cinco millones de despertadores! —gritaron las brujas—. ¡Necesitaremos uno para cada niño!
¡Idiotas! —vociferó La Gran Bruja—. ¡Si quierres un filete no frríes toda la vaca! Pasa lo mismo con los desperrtadorres. Un desperrtadorr serrvirrá parra mil niños. Esto es lo que tenéis que hacerr. Ponéis el desperrtadorr parra que suene a las nueve de la mañana. Luego lo asáis en el horrno hasta que esté tierrno y crruguiente. ¿Lo estáis anotando todo?
¡Sí, Vuestra Grandeza, sí! —dijeron a coro.
Luego —dijo La Gran Bruja—, coguéis el telescopio herrvido, los rrrabos de rrratón frritos, los rrratones cocidos y el desperrtadorr asado y los ponéis todos juntos en la batidorra. Entonces los batís a toda velocidad. Os quedarrá una pasta espesa. Mientrras la batidorra está funcionando, debéis añadirr a la mescla la yema de un huevo de págarro grruñón.
¡Un huevo de pájaro gruñón! —exclamaron—. ¡Así lo haremos!
Por debajo del bullicio oí que una bruja de la última fila le decía a su vecina:
Yo estoy ya un poco vieja para ir a buscar nidos. Esos pájaros gruñones siempre anidan en sitios muy altos.
Así que añadís el huevo —continuó la Gran Bruja— y además los siguientes ingrredientes, uno detrrás de otrro: la garra de un cascacangrregos, el pico de un chismorrerro, la trrompa de un espurrreadorr, y la lengua de un saltagatos. Espero que no tengáis prroblemas parra encontrrarrlos.
¡Ninguno, en absoluto! —gritaron—. ¡Alcanzaremos al chismorrero, atraparemos al cascacangrejos, cazaremos con escopeta al espurreador y pillaremos al saltagatos en su madriguera!
¡Magnífico! —dijo La Gran Bruja—. Cuando hayáis mesclado todo bien en la batidorra, tendrréis un prrecioso líquido verrde. Poned una gota, solamente una gotita de este líquido, en un bombón o un carramelo y, a las nueve en punto de la mañana siguiente, ¡el niño que se lo comió se converrtirrá en un rratón en veintiséis segundos! Perro os harré una adverrtencia. No aumentad nunca la dosis. No ponerr nunca más de una gota en cada carramelo o bombón. Y no dad nunca más de un carramelo o bombón a cada niño. Una sobrredosis del Rratonisadorr de Acción Rrretardada estropearía el mecanismo del desperrtadorr y harría que el niño se convirrtierra en un rrratón demasiado prronto. Una grran sobrredosis podrría incluso tenerr un efecto instantáneo, y eso no os gustarría, ¿verrdad? No querréis que los niños se convierrtan en rratones allí mismo, en vuestrras confiterrías. Entonces se descubrrirría todo. Así que, ¡tened mucho cuidado! ¡No os paséis en la dosis!
Próximo capítulo: Bruno desaparece (dentro de muy poco)

Un mago de la fantasía: Jimmy Liao

Os presento a uno de mis ilustradores favoritos. Todos los sus libros son verdaderas obras de arte. Merece la pena comprárselos y darse una vuelta por ellos de vez en cuando. Es otro mundo, y en él estás tú. M.G.
Jimmy Liao
Nació en Taipei (Taiwán) en 1958.

Se licenció en Bellas Artes. Después de una brillante trayectoria de doce años en el mundo de la publicidad, una leucemia le obligó a replantearse su vida: a los cuarenta, abandonó su empleo en una agencia para dedicarse por entero a escribir y dibujar sus propias historias, dirigidas tanto al público infantil como al adulto. A día de hoy, Jimmy ha publicado diecisiete libros, que han sido traducidos al inglés, francés, alemán, griego, japonés, coreano y español, entre otros idiomas. Varios de ellos, además, han sido adaptados al cine.Sin duda, es el ilustrador asiático más conocido del momento.

Y aquí puedes ver algunos de sus libros: http://issuu.com/search?q=jimmy%20liao


Egidio, tercera parte: El héroe de la región


Egidio, el granjero de Ham
TERCERA PARTE

Aun así la hacienda es la hacienda; y Egidio las gastaba de tal forma con los intrusos que pocos se atrevían a hacerle frente. De modo que se puso los calzones, bajó a la cocina y descolgó el trabuco de la pared. Alguien podría preguntarse, y con razón, qué es un trabuco. Ciertamente, esta misma pregunta les fue hecha a los cuatro Sabios de Oxenford, que después de pensárselo , contestaron: «Un trabuco es en arma de fuego, corte, de gran calibre, que dispara numerosos proyectiles o postas, y que puede resultar mortal dentro de un alcance limitado, aunque no se haga un blanco perfecto. Hoy desplazado en países civilizados por otras armas de fuego.» 
El trabuco de Egidio tenía una boca ancha que se abría como un cuerno' y no disparaba proyectiles o postas sino cualquier cosa con que su dueño pudiera cargarlo. Y a nadie había matado, porque muy raramente lo cargaba, y nunca lo disparó. Para los propósitos de Egidio, bastaba por lo general que lo mostrase. Y el país no estaba civilizado aún, pues el trabuco no había sido desplazado; se trataba en realidad, del único tipo de arma de fuego que había y aun así era poco frecuente. La gente prefería los arcos y las flechas, y usaba la pólvora casi exclusivamente para los fuegos artificiales. 
Bueno, pues el granjero Egidio descolgó el trabuco y le metió una buena carga de pólvora, por si fuese necesario recurrir a medidas extremas; introdujo por la ancha boca clavos viejos y trozos de alambre, pedazos de un puchero roto, huesos, piedras y otros desechos. Se calzó luego sus botas altas, se puso el abrigo y salió de casa por el jardín trasero. La luna estaba baja, a sus espaldas, y no pudo ver nada más amenazador que las oscuras sombras de los matorrales y de los árboles; sí pudo oír, sin embargo, un retumbo terrorífico de zancadas que se acercaban por el otro lado del altozano. 
Egidio no se sintió ni audaz ni rápido, dijese Agueda lo que quisiese; pero estaba más preocupado por sus bienes que por su piel. Así que con la sensación de que el cinto le quedaba un poco flojo se dirigió hacía lo alto de la colina. De repente, justo sobre el borde de la cima, se recortó el rostro del gigante, pálido a la luz de la luna, que se reflejaba en sus enormes ojos redondos. Sus pies se encontraban aún bastante más abajo, horadando los campos. La luna deslumbraba al gigante, que no vio al extranjero. Pero Egidio sí lo vio a él, y recibió un susto de muerte. Sin darse cuenta apretó el gatillo, y el trabuco se disparó con una detonación ensordecedora. Apuntaba por casualidad más o menos a la horrible carota del gigante. Volando salieron los desechos, las piedras y huesos, los pedazos de la olla y alambres, y hasta media docena de clavos. Y como la distancia era en realidad corta, más por azar que por intención del granjero muchos de estos objetos alcanzaron al gigante: un pedazo de la olla se le incrustó en un ojo y un enorme clavo se le hincó en la nariz. 
«¡Maldición!», dijo el gigante con su grosera forma de hablar. «¡Me han picado!» El ruido no le había causado ninguna impresión (era bastante sordo), pero el clavo no le agradó. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se había encontrado con un insecto lo suficientemente violento como para atravesar su gruesa piel; pero había oído contar que lejos, en los pantanos del este, había libélulas cuyas picaduras eran como las de unas tenazas al rojo. Supuso que se había topado con algo por el estilo. 

«¡Parajes asquerosos e insanos, está claro!», dijo. «No es camino para esta noche.» 

Así que recogió de la ladera un par de ovejas para prepararse la comida cuando llegase a casa y cruzó de nuevo el río, poniendo a toda prisa rumbo al nordeste. Por fin encontró el camino de casa, pues ahora sí había tomado la dirección oportuna; pero el hondón de la olla de cobre estaba completamente quemado. 
Por lo que se refiere a Egidio, cuando el trabuco se disparó el retroceso lo derribó de espaldas; y allí se quedó mirando las estrellas y preguntándose si los pies del gigante lo alcanzarían cuando pasase a su lado. Pero no ocurrió nada , y el ruido de las pisadas se perdió en la distancia. De modo que se levantó, se frotó el hombro y recogió el trabuco. Fue entonces cuando oyó las aclamaciones de la gente. La mayor parte de los habitantes de Ham habían estado atisbando desde sus ventanas; algunos se hablan vestido y habían salido a la calle (después de que el gigante se hubo marchado). Unos cuantos subían ahora a la colina gritando. Los aldeanos habían oído el horrible estruendo de los pies de gigante y la mayoría se habían metido en seguida bajo las sábanas; algunos incluso bajo la cama. Garm se sentía al mismo tiempo orgulloso y asustado de su amo. Le resultaba espléndido y terrible cuando se enfadaba; Y. claro, suponía que cualquier gigante pensaría lo mismo. De forma que cuando vio a Egidio salir armado con el trabuco (indicio por lo general de una enorme ira), se precipitó hacia el pueblo ladrando y gritando: 
«¡Salid, salid, salid! ¡Levantaos, levantaos! ¡Acudid a ver a mi poderoso amo, su valentía y decisión! ¡Va a disparar a un gigante intruso! ¡Salid!»- 
La cima del altozano resultaba visible desde la mayoría de las casas. Cuando la gente y el perro vieron que la faz del gigante asomaba por encima, quedaron sobrecogidos y contuvieron el aliento, y todos menos Garm pensaron que el asunto era demasiado grave para que Egidio pudiera salir airoso. Fue en ese momento cuando se disparó el trabuco, y el gigante dio media vuelta a todo prisa y desapareció, y sorprendidos y alegres todos aplaudieron y vitorearon, y Garm casi se quedó ronco de tanto ladrar. 
«¡Hurra!», gritaban. «¡Así aprenderá! Maese Egidio le ha dado su merecido. Se marcha a case ahora herido de muerte, como es justo.» 
Y todos juntos volvieron a vitorearlo. Pero incluso mientras gritaban tomaron buena nota, por la cuenta que les tenía, de que después de todo aquel trabuco podía disparar. En las tabernas del pueblo había habido algunas discusiones sobre este punto, pero ahora la cuestión quedaba zanjada. Egidio el granjero tuvo pocos problemas con los intrusos después de aquello. Cuando todo pareció estar en calma, algunos de los vecinos más resueltos subieron a estrecharle la mano. Unos pocos (el párroco, el herrero, el molinero y otras dos o tres personas de pro) le dieron palmaditas en la espalda. Aquello no le gustó mucho (la tenía muy dolorida), pero se creyó obligado a invitarlos a su casa. En la cocina se sentaron en corro y brindaron a su salud, alabándolo a voces. No hizo ningún esfuerzo por ocultar sus bostezos, pero no se dieron por enterados mientras duró la bebida. Terminada la primera o segunda ronda (y el granjero la segunda o tercera), comenzó a sentirse un valiente; cuando todos !levaban consumida la segundo o tercera (él iba ya por la quinta o sexta), se sintió ya tan valiente como su perro le creía. Se despidieron como buenos amigos; y les palmeó las espaldas con entusiasmo. Tenía las manos grandes, rojos y gruesas; así que se tomó cumplida venganza. 
Al día siguiente se dio cuenta de que el suceso se había acrecentado al correr de boca en boca, y que él se había convertido en un personaje importante en la localidad. Mediada la semana siguiente, las nuevas habían alcanzado ya todos los pueblos en un radio de veinte millas. Se había convertido en el héroe de la región. Lo encontró muy halagador. En la siguiente feria bebió gratis lo suficiente para mantener a flote una barca, es decir, que casi colmó su medida, y volvió a casa entonando vicias canciones de guerra. Finalmente, incluso el rey oyó hablar de él, La capital de aquel país (llamado en aquellos días venturosos el Reino Medio) se encontraba a unas veinte leguas de Ham y en la corte se prestaba poco caso por regla general a las hazañas de los aldeanos en las provincias. Pero la expulsión expeditiva de tan peligroso gigante parecía merecer alguna consideración y una pequeña recompensa. De modo que a su debido tiempo (es decir, unos tres meses después, y en la fiesta de San Miguel), el rey envió una carta espléndida. Iba en tinta roja sobre pergamino blanco, y manifestaba el regio beneplácito a «nuestro leal y bienamado súbdito Aegidius Ahenobarbus julius Agricola de Hammo». La carta llevaba por firma un borrón rojo, pero el escribano de la corte había añadido: «Ego Augustus Bonifacius Ambrosíus Aurelianus Antoninus Píus et Magnificus, dux, rex, tyrannus, et Basileus Mediterranearum Partium, subscribo.» Así que no había duda de que el documento era auténtico. A Egidio le proporcionó una enorme alegría, y muchos vecinos acudieron a admirarlo, en especial al darse cuenta de que podían obtener un asiento y un trago junto al fuego del granjero cuando le pedían verlo. 
Mejor que el documento era el regalo que lo acompañaba. El rey enviaba un cinto y una larga espada. En realidad, el monarca no la había usado nunca. Pertenecía a su familia y había estado colgada en la armería más tiempo del que se pueda recordar. El arrnero no habría sabido decir cómo llegó allí o qué uso podía dársele. Las espadas sencillas y recias como aquélla ya no estaban de moda en la corte, así que el rey pensó que era el tipo de regalo apropiado para un rústico. Pero el granjero Egidio quedó encantado. Su reputación se hizo enorme. Continuará.

Simplemente hazlo

A veces
las cosas
sólo se entienden
cuando se hacen.

Lee,
ya verás.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cuéntame un cuentoooooo!!!!!!

¡Vamos, adelante!



Bilbo se levantó de un salto, y poniéndose la bata entró en el comedor. Allí no vio a nadie, pero sí las huellas de un enorme y apresurado desayuno. Había un horrendo revoltijo en la habitación, y pilas de cacharros sucios en la cocina. Parecía que no hubiera quedado ninguna olla ni tartera sin usar. La tarea de fregarlo todo fue tan tristemente real que Bilbo se vio obligado a creer que la reunión de la noche anterior no había sido parte de una pesadilla, como casi había esperado. La idea de que habían partido sin él y sin molestarse en despertarlo, aunque nadie le hubiera dado las gracias, pensó, lo había aliviado de veras. Sin embargo, no pudo dejar de sentir una cierta decepción. Este sentimiento lo sorprendió. 

—No seas tonto, Bilbo Bolsón —se dijo—, ¡pensando a tu edad en dragones y en tonterías estrafalarias! —

De modo que se puso el delantal, encendió unos fuegos, calentó agua y fregó. Luego se tomó un pequeño y apetitoso desayuno en la cocina, antes de arreglar el comedor. El sol ya brillaba entonces, y por la puerta delantera entraba una cálida brisa de primavera. Bilbo se puso a silbar y a olvidar lo de la noche. Ya estaba sentándose para zamparse un segundo apetitoso desayuno en el comedor, junto a la ventana abierta, cuando de pronto entróGandalf. 

—Mi querido amigo —dijo—, ¿Cuándo vas a partir? ¿Qué hay de aquello de empezar temprano? Y aquí estás tomando el desayuno, o como quiera que llames a eso, a las diez y media. Te dejaron un mensaje, pues no podían esperar. 

—¿Qué mensaje? —dijo el pobre Bilbo sonrojado. 

—¡Por los Grandes Elefantes! —respondió Gandalf— Estás desconocido esta mañana; ¡aún no le has quitado el polvo a la repisa de la chimenea! 

—¿Y eso qué tiene que ver? ¡Ya tengo bastante con fregar los platos y ollas de catorce desayunos! 

—Si hubieses limpiado la repisa, habrías encontrado esto debajo del reloj —dijo Gandalf alargándose una nota (por supuesto, escrita en unas cuartillas del propio Bilbo). 

Esto fue lo que el hobbit leyó: 

"Thorin y Compañía al Saqueador Bilbo, ¡salud! Nuestras más sinceras gracias por vuestra hospitalidad y nuestra agradecida aceptación por habernos ofrecido asistencia profesional. Condiciones: pago al contado y al finalizar el trabajo, hasta un máximo de catorceavas partes de los beneficios totales (si los hay); todos los gastos de viaje garantizados en cualquier circunstancia; los gastos de posibles funerales los pagaremos nosotros o nuestros representantes, si hay ocasión y el asunto no se arregla de otra manera. Creyendo innecesario perturbar vuestro muy estimable reposo, nos hemos adelantado a hacer los preparativos adecuados; esperaremos a vuestra respetable persona en la posada del Dragón Verde, junto a Delagua, exactamente a las 11 a.m. Confiando en que sea puntual. tenemos el honor de permanecer sinceramente vuestros Thorin y Cía." 

—Esto te da diez minutos. Tendrás que correr —dijo Gandalf. 

—Pero... —dijo Bilbo. 

—No hay tiempo para eso —dijo el mago. 

—Pero... —dijo otra vez Bilbo. 

—Y tampoco para eso otro ¡Vamos, adelante!

Extracto del libro "El hobbit", de J. R. R. Tolkien.
Si te gusta el libro: Utiliza tu carnet de biblioteca, pídelo prestado a un amigo o cómpralo (puedes pedir que te lo regalen).

viernes, 18 de noviembre de 2011

La emperatriz de los Etéreos


Cuentan que, más allá de los Montes de Hielo, más allá de la Ciudad de Cristal, habita la Emperatriz en un deslumbrante palacio....

Bipa no cree en los cuentos de hadas. No le interesa lo que pueda haber más allá de las Cuevas donde habita su gente. Pero cuando su amigo Aer, fascinado por la leyenda de la mítica Emperatriz, parte en un viaje hacia una muerte segura, Bipa irá a buscarlo, arriesgando su propia vida en un mundo de hielo bañado por la luz de la estrella azul, persiguiendo algo que puede no ser más que una quimera. ¿Existe de veras el Reino Etéreo? ¿Existe algo más allá de la confortable seguridad de las Cuevas? ¿O, por el contrario, no hay más que frío, muerte y oscuridad?

Datos:
Título: La emperatriz de los Etéreos
Editorial: Alfaguara
Trailer del libro de una editorial francesa (muy chulo)

I. La leyenda del Reino Etéreo

—Cuentan que, más allá de los Montes de Hielo, más allá de la Ciudad de Cristal, habita la Emperatriz en un deslumbrante palacio, tan grande que sus torres más altas rozan las nubes, y tan delicado que parece creado con gotas de lluvia. Dicen que la Emperatriz es tan bella que nadie puede mirarla a la cara sin perder la razón; dicen también que es inmortal y que lleva miles de años viviendo en su palacio, en el Reino Etéreo, un lugar de maravilla y misterio que aguarda a todos los que son lo bastante osados como para aventurarse hasta él. Allí, en el palacio de la Emperatriz, no existe el sufrimiento, ni se pasa frío, y no es necesario comer, porque nunca se tiene hambre…
Ajenos a la violenta tormenta de nieve que sacudía el hogar de Nuba, nueve niños, de edades comprendidas entre los cinco y los diez años, escuchaban el cuento con atención. Fascinados, contemplaban a la mujer con la boca abierta y los ojos brillantes.
Todos, menos uno.
Bipa miraba a un lado y a otro, visiblemente incómoda. Nuba suspiró para sus adentros. Resultaba muy difícil atrapar a aquella niña en la red que tejía la magia de las palabras.
—¿Qué te pasa, Bipa? —le preguntó con amabilidad—. ¿No te gusta el cuento?
Bipa dudó un instante, pero finalmente confesó:
—No mucho —detectó las miradas, entre extrañadas y hostiles, de los otros niños. Pero ya estaba lanzada y no se detuvo—: Es un cuento absurdo. No existe ese palacio de la Emperatriz, son todo mentiras —Bipa debería haber captado entonces el brillo de tristeza de los ojos de Nuba, debería haber prestado atención a los murmullos de los otros niños; pero siguió hablando sin ser consciente de lo crueles que podían llegar a ser sus palabras—. Nadie puede vivir para siempre, ni siquiera esa Emperatriz. ¿Y cómo va la gente a volverse loca si la mira? Por muy guapa que sea, nadie se volvería loco sólo por mirar a otra persona. Además, si pasas mucho tiempo sin comer, te mueres. Eso lo sabe todo el mundo —concluyó con un cierto tono de reproche, como echándole en cara que mintiera a los niños, o que los considerara tan estúpidos como para creerse esos disparates.
Nuba no respondió. Sólo siguió mirándola, y Bipa empezó a intuir que sus palabras la habían herido, aunque no alcanzaba a comprender por qué.
—Sólo es un cuento, Bipa —intervino una de las niñas mayores.
—Pues es un cuento tonto, una pérdida de tiempo —replicó ella, molesta por el tono burlón y autosuficiente de la otra—. ¿De qué nos sirve que nos cuenten cuentos sobre cosas que no existen?

Si quieres seguir leyendo el primer capítulo lo puedes hacer aquí: http://www.lauragallego.com/
Si te gusta el libro: Utiliza tu carnet de biblioteca, pídelo prestado a un amigo o cómpralo (puedes pedir que te lo regalen).

martes, 15 de noviembre de 2011

No quiero magia, quiero fantasía

Esta entrada se la debemos a Araceli, fue ella la que nos habló de este libro y nos lo prestó para disfrutarlo. 

Una de mis alumnas trajo el pasado viernes un libro relacionado con la fantasía: Geronimo Stilton en el reino de la fantasía. A algunos les puede parecer literatura muy infantil, pero eso no importa (mi opinión es que algunos libros infantiles y juveniles son más útiles cuando se leen de mayor, pero eso es otro tema), lo que importa es que es un libro muy vistoso, oloroso y entretenido. Con sólo pasar las páginas ya se lo pasa uno bien. El libro trae muchas sorpresas entre ellas un "Diccionario de fantasía y de criaturas fantásticas" al final con el que se puede aprender mucho. Como conclusión para este post os escribo el elogio de la fantasía que aparece en la página 318, palabras inspiradoras para los tiempos en que vivimos.


Elogio de la fantasía
¿Qué diferencia hay entre magia y fantasía?

La magia es cuando se utiliza un poder para cambiar la realidad. Pero es sólo una ilusión, ¡no basta con un toque de varita mágica para transformar las cosas que no se quieren aceptar! La fantasía, en cambio, es la capacidad de mirar la realidad con ojos distintos y encontrar aquello que los otros no saben ver: ¡La armonía donde hay desarmonía, el bien donde parece triunfar el mal, la luz donde parecen prevalecer las tinieblas!
Las alas de la fantasía son importantes para volar alto, cada vez más alto. Cada uno debe tener la valentía de alzar el vuelo. Habla de tus sueños y de tus ideales con las personas que amas, descubrirás que juntos podéis hacer realidad sueños bellísimos, ¡como un mundo mejor, lleno de amor y de paz para todos!

Del libro: Geronimo Stilton en el reino de la fantasía. 

NOTA: Si te ha gustado puedes leer más en el libro. Lo puedes comprar (editorial Destino), sacarlo de la biblioteca o pedirlo prestado a un amigo.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La letra mágica de Tolkien

Siempre me fascinó el monograma de Tolkien. Cuando me regalaron mis padres la trilogía del Señor de los anillos también venía un librito de color azul: Los apéndices. En la portada podía verse, en grande, este símbolo tan característico del escritor. Yo siempre pensé que se trataba de alguna runa relacionada con la historia, pero no, sencillamente es su nombre y apellidos muy bien unidos. El conjunto es algo mágico y crea una imagen única. Por si queréis saber algo más he encontrado una página que cuenta cosas muy curiosas: 
El viernes vamos a diseñar nuestro monograma. Ya contaremos cómo nos ha ido.

Egidio, segunda parte: El gigante.



Egidio, el granjero de Ham
SEGUNDA PARTE


Un hermoso día de verano salió este gigante a dar un paseo y comenzó a vagar sin rumbo, causando grandes destrozos en los bosques. De pronto se percató de que el sol se estaba poniendo y sintió próxima la hora de la cena; pero descubrió que se encontraba en una parte del país que no conocía en absoluto, y que se había perdido. Se equivocó al tratar de adivinar la dirección verdadera, y estuvo caminando hasta que se hizo noche cerrada. Entonces se sentó y esperó a que saliera la luna. A su luz siguió andando y andando, poniendo todo su empeño en cada zancada, porque estaba ansioso por volver a casa. Había dejado a la lumbre su mejor olla de cobre y temía que se pudiese quemar el hondón. Pero daba la espalda a las montañas y se encontraba ya en tierras habitadas por hombres. En realidad se estaba acercando a la granja de Aegidius Ahenobarbus Julius Agrícola y al pueblecito llamado Ham en lengua vulgar. 

Era una hermosa noche. Las vacas se encontraban en los campos, y el perro del granjero Egidio había salido y vagaba a su antojo. Sentía una cierta inclinación por la luna y los conejos. No se imaginaba, por supuesto, que un gigante andaba también de paseo. Esto le habría ofrecido una buena excusa para salir sin permiso, pero también una razón aún mejor para quedarse quieto en la cocina. Hacia las dos el gigante llegó a los campos de Egidio, rompió las cercas, pisoteó las cosechas y aplastó la hierba lista ya para la siega. En cinco minutos causó más destrozos que la cacería real de zorros en cinco días. 

Garm oyó un estruendo que se aproximaba a lo largo de la orilla del río. Y corrió hacia el oeste del altozano sobre el que se asentaba la granja, sólo para saber qué ocurría. De pronto vio al gigante, que cruzaba el río a grandes zancadas y aplastaba a Galatea, la vaca favorita del granjero, dejando al pobre animal tan chato como su amo podría haber dejado a un escarabajo. 

Aquello era más que suficiente para Garm. Dio un aullido de miedo y se lanzó hacia la casa como un rayo. Olvidándose por completo de que había salido sin permiso, llegó y comenzó a ladrar y a quejarse lastimeramente bajo la ventana del dormitorio de su dueño, Durante un buen rato no hubo respuesta. Egidio no se despertaba con facilidad.«¡Socorro, socorro, socorro!», gritaba Garm. De pronto se abrió la ventana y salió volando una botella bien dirigida. 

«¡Eh!», dijo el perro, saltando a un lado con la habilidad que da la práctica. «¡Socorro, socorro, socorro!» El granjero se asomó. «¡Maldito seas! ¿Qué pasa?» «Nada», dijo el perro. 

«Nada es lo que yo voy a darte a ti. Te voy a arrancar la piel a tiros por la mañana», contestó el granjero cerrando de un golpe la ventana. 

«¡Socorro, socorro, socorro!», gritó el perro. 

Egidio asomó de nuevo. «¡Te mataré si vuelves a hacer ruido!», dijo. «¿Qué te pasa, so idiota?» 

«Nada», dijo el perro. «Pero algo te va a pasar a ti.» «¿Qué significa eso?», dijo Egidio, sorprendido en medio de su ira. Garm nunca se le había insolentado. «Tienes un gigante en tus tierras, un gigante enorme; y viene hacia aquí», dijo el perro. «¡Socorro, socorro! Está aplastando las ovejas, ha pisado a la pobre Galatea y la ha dejado chata como una estera. ¡Socorro, socorro! Está echando abajo las cercas y destrozando las cosechas. Tienes que ser audaz y rápido, amo, o pronto no te quedará nada. ¡Socorro!», volvió a aullar Garm. 

«¡Calla la boca!», gritó el granjero; y cerró la ventana. «¡Dios misericordioso!», murmuró para sus dentros; y aunque la noche estaba calurosa, sintió un escalofrío y se estremeció. 

«Vuelve a la cama y no seas estúpido», dijo su rnujer. «Y ahoga a ese perro por la mañana. No me digas que vas a creer a un perro; ponen cualquier excusa cuando se les pilla sueltos o robando.» 

«Puede que sí, puede que no, Agueda», dijo Egidio. «Pero algo ocurre en mis tierras, o Garm es un cobarde. Ese perro está aterrado. Y, ¿por qué razón tendría que venir a quejarse por la noche cuando por la mañana podría haberse colado con la leche por la puerta trasera?» «No te quedes ahí discutiendo», dijo ella. «Si crees al perro, sigue su consejo: sé audaz y rápido.» 

«¡Del dicho al hecho hay mucho trecho!», contestó Egidio; porque en verdad él creía buena parte de la historia de Garm. De madrugada los gigantes no parecen tan inverosímiles. Continuará.