viernes, 25 de noviembre de 2011

¡Pero, por favor, entrad!


Del libro "El viento en los Sauces"
de Kenneth Grahame

Los animalitos esperaron pacientemente un buen rato, saltando en la nieve para calentarse los pies. Por fin oyeron un lento arrastrar de pies que se acercaba a la puerta. El Topo observó que parecía como si alguien caminase en chancletas con unas zapatillas de fieltro; y por supuesto el Topo había acertado.
Una llave giró en la cerradura y la puerta se entreabrió, lo su­ficiente para dejar entrever un largo hocico y dos ojos que par­padeaban soñolientos.
-La próxima vez que esto suceda -dijo una voz bronca y desconfiada- me enfadaré muchísimo. ¿Quién es esta vez? ¿Quién se atreve a molestar a la gente en una noche como ésta?
-¡Oh, Tejón -gritó la Rata-, déjanos pasar, por favor! Soy yo, la Rata, y mi amigo el Topo, y nos hemos perdido en la nieve.
-¡Ratita, mi vieja amiga! -exclamó el Tejón, cambiando de tono-. ¡Entrad los dos enseguida! ¡Tenéis que estar agota­dos! ¡Pero bueno! ¡Perdidos en la nieve! ¡Y en el Bosque Sal­vaje, y a estas horas de la noche! ¡Pero, por favor, entrad!
Los dos animalitos entraron empujándose por pasar prime­ro, y oyeron contentos y aliviados el ruido de la puerta que se cerraba detrás de ellos.
El Tejón llevaba puesta una bata larga y unas zapatillas en chancleta, y sostenía en una mano una palmatoria, como si se dis­pusiera a ir a la cama cuando llamaron a la puerta. Los miró ca­riñosamente y les dio unas palmaditas en la cabeza.
-Esta no es la noche más adecuada para que salgan los ani­malitos -les dijo con tono paternal-. Me supongo que ha sido una de tus travesuras, Ratita. ¡Pero venid a la cocina! ¡Hay un fuego de primera, y cena, y de todo!
Echó a andar arrastrando los pies y ellos le siguieron dándo­se codazos de satisfacción por un pasillo largo y destartalado has­ta llegar a una especie de salón central, del cual salían otros pasillos como túneles, que se ramificaban misteriosa e intermi­nablemente. Pero también había puertas que daban al salón, unas gruesas puertas de roble de aspecto reconfortante. El Te­jón abrió una de las puertas y de repente se encontraron en me­dio de una ancha cocina, que alumbraba un gran fuego.
El suelo era de ladrillo rojo algo desgastado, y en el ancho hogar ardía un fuego de leña entre dos preciosas rinconeras bien protegidas por la pared de la más mínima corriente de aire. Un par de escaños, uno frente a otro, ofrecían asiento para los más sociables. En medio de la cocina había una larga mesa, com­puesta por un sencillo tablero sobre dos caballetes, con bancos a cada lado. En una punta de la mesa, donde había un sillón algo apartado, estaban esparcidos los restos de la sencilla pero abun­dante cena del Tejón. En el aparador, al otro extremo del salón, relucían filas de platos limpísimos, y de las vigas colgaban ja­mones, manojos de hierbas secas, cebollas trenzadas, y cestas con huevos. Parecía un lugar de lo más adecuado para que los héroes pudieran celebrar su victoria, o donde los segadores ago­tados pudieran celebrar alrededor de la mesa su Fiesta de la Co­secha con cantos y alegría, o donde dos o tres amigos de gustos sencillos pudieran reunirse para charlar, comer y fumar sin que nadie los molestara. El suelo de ladrillo desgastado sonreía al te­cho ahumado; los bancos de roble, brillantes por el uso, inter­cambiaban entre ellos alegres miradas; los platos del aparador hacían guiños a los pucheros de los estantes, y las alegres llamas chisporroteaban y jugaban con todo.
El amable Tejón los sentó en un banco para que se calenta­ran al amor de la lumbre, y les hizo que se quitaran los abrigos mojados y las botas. Luego les trajo batas y zapatillas, y él mis­mo lavó con agua tibia la espinilla del Topo y cubrió el corte con un poco de esparadrapo hasta que quedó como nuevo, si no me­jor. Por fin se disponían a descansar, calentitos y secos, con los pies apoyados en unos taburetes. "Podo ello, unido al promete­dor tintineo de los platos encima de la mesa, hizo que a los ago­tados animalillos, como náufragos arribados a buen puerto, les pareciera que el frío y desconocido Bosque Salvaje estaba lejí­simos, y que todo lo que les había sucedido no era más que un sueño casi olvidado.
Cuando por fin entraron en calor, el Tejón les llamó para que se sentaran a la mesa donde había preparado la cena. Estaban bastante hambrientos, pero, cuando vieron la cena que les ha­bía preparado, el único problema les pareció ser si atacaban pri­mero lo que resultaba tan atractivo, y dejaban el resto hasta que fueran capaces de hincarle el diente. Durante un buen rato la conversación resultó imposible; y cuando poco a poco pudieron reanudarla, no fue sino una de esas lamentables conversaciones que uno tiene cuando habla con la boca llena. Al Tejón no le im­portó nada de aquello, ni prestó atención a los codos apoyados encima de la mesa, ni al hecho de que todos hablaran al mismo tiempo. Como él no solía alternar, era del parecer que todo esto carecía realmente de importancia (por supuesto nosotros sabe­mos que estaba muy equivocado, ya que todas estas cosas son muy importantes, aunque sería demasiado largo explicar las ra­zones). Estaba sentado en su sillón a la cabecera de la mesa, y asentía de vez en cuando mientras los animalitos contaban sus historias. No parecía sorprendido por nada, y no dijo ni una sola vez: «Ya os lo decía yo» o «Si me hicierais caso», ni comentó lo que tendrían o no tendrían que haber hecho. Al Topo empezó a caerle bien el Tejón.
Cuando por fin acabaron de cenar, y todos se sentían pru­dentemente llenos, y ya no les importaba nada ni nadie, se reu­nieron frente a los rescoldos del gran fuego de leña, pensando lo agradable que era estar aún levantados tan tarde, y sentirse tan independientes, y tan llenos. Y tras charlar durante un buen rato de cosas en general, el Tejón dijo animado:
-¡Bueno! Contadme las novedades de vuestra parte del mundo.



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