Del libro "El viento en los Sauces"
de Kenneth Grahame
Los
animalitos esperaron pacientemente un buen rato, saltando en la nieve
para calentarse los pies. Por fin oyeron un lento arrastrar de pies
que se acercaba a la puerta. El Topo observó que parecía como si
alguien caminase en chancletas con unas zapatillas de fieltro; y por
supuesto el Topo había acertado.
Una
llave giró en la cerradura y la puerta se entreabrió, lo
suficiente para dejar entrever un largo hocico y dos ojos que
parpadeaban soñolientos.
-La
próxima vez que esto suceda -dijo una voz bronca y desconfiada- me
enfadaré muchísimo. ¿Quién es esta vez? ¿Quién se atreve a
molestar a la gente en una noche como ésta?
-¡Oh,
Tejón -gritó la Rata-, déjanos pasar, por favor! Soy yo, la Rata,
y mi amigo el Topo, y nos hemos perdido en la nieve.
-¡Ratita,
mi vieja amiga! -exclamó el Tejón, cambiando de tono-. ¡Entrad los
dos enseguida! ¡Tenéis que estar agotados! ¡Pero bueno!
¡Perdidos en la nieve! ¡Y en el Bosque Salvaje, y a estas
horas de la noche! ¡Pero, por favor, entrad!
Los
dos animalitos entraron empujándose por pasar primero, y oyeron
contentos y aliviados el ruido de la puerta que se cerraba detrás de
ellos.
El
Tejón llevaba puesta una bata larga y unas zapatillas en chancleta,
y sostenía en una mano una palmatoria, como si se dispusiera a
ir a la cama cuando llamaron a la puerta. Los miró cariñosamente
y les dio unas palmaditas en la cabeza.
-Esta
no es la noche más adecuada para que salgan los animalitos -les
dijo con tono paternal-. Me supongo que ha sido una de tus
travesuras, Ratita. ¡Pero venid a la cocina! ¡Hay un fuego de
primera, y cena, y de todo!
Echó
a andar arrastrando los pies y ellos le siguieron dándose
codazos de satisfacción por un pasillo largo y destartalado hasta
llegar a una especie de salón central, del cual salían otros
pasillos como túneles, que se ramificaban misteriosa e
interminablemente. Pero también había puertas que daban al
salón, unas gruesas puertas de roble de aspecto reconfortante. El
Tejón abrió una de las puertas y de repente se encontraron en
medio de una ancha cocina, que alumbraba un gran fuego.
El
suelo era de ladrillo rojo algo desgastado, y en el ancho hogar ardía
un fuego de leña entre dos preciosas rinconeras bien protegidas por
la pared de la más mínima corriente de aire. Un par de escaños,
uno frente a otro, ofrecían asiento para los más sociables. En
medio de la cocina había una larga mesa, compuesta por un
sencillo tablero sobre dos caballetes, con bancos a cada lado. En una
punta de la mesa, donde había un sillón algo apartado, estaban
esparcidos los restos de la sencilla pero abundante cena del
Tejón. En el aparador, al otro extremo del salón, relucían filas
de platos limpísimos, y de las vigas colgaban jamones, manojos
de hierbas secas, cebollas trenzadas, y cestas con huevos. Parecía
un lugar de lo más adecuado para que los héroes pudieran celebrar
su victoria, o donde los segadores agotados pudieran celebrar
alrededor de la mesa su Fiesta de la Cosecha con cantos y
alegría, o donde dos o tres amigos de gustos sencillos pudieran
reunirse para charlar, comer y fumar sin que nadie los molestara. El
suelo de ladrillo desgastado sonreía al techo ahumado; los
bancos de roble, brillantes por el uso, intercambiaban entre
ellos alegres miradas; los platos del aparador hacían guiños a los
pucheros de los estantes, y las alegres llamas chisporroteaban y
jugaban con todo.
El
amable Tejón los sentó en un banco para que se calentaran al
amor de la lumbre, y les hizo que se quitaran los abrigos mojados y
las botas. Luego les trajo batas y zapatillas, y él mismo lavó
con agua tibia la espinilla del Topo y cubrió el corte con un poco
de esparadrapo hasta que quedó como nuevo, si no mejor. Por fin
se disponían a descansar, calentitos y secos, con los pies apoyados
en unos taburetes. "Podo ello, unido al prometedor tintineo
de los platos encima de la mesa, hizo que a los agotados
animalillos, como náufragos arribados a buen puerto, les pareciera
que el frío y desconocido Bosque Salvaje estaba lejísimos, y
que todo lo que les había sucedido no era más que un sueño casi
olvidado.
Cuando
por fin entraron en calor, el Tejón les llamó para que se sentaran
a la mesa donde había preparado la cena. Estaban bastante
hambrientos, pero, cuando vieron la cena que les había
preparado, el único problema les pareció ser si atacaban primero
lo que resultaba tan atractivo, y dejaban el resto hasta que fueran
capaces de hincarle el diente. Durante un buen rato la conversación
resultó imposible; y cuando poco a poco pudieron reanudarla, no fue
sino una de esas lamentables conversaciones que uno tiene cuando
habla con la boca llena. Al Tejón no le importó nada de
aquello, ni prestó atención a los codos apoyados encima de la mesa,
ni al hecho de que todos hablaran al mismo tiempo. Como él no solía
alternar, era del parecer que todo esto carecía realmente de
importancia (por supuesto nosotros sabemos que estaba muy
equivocado, ya que todas estas cosas son muy importantes, aunque
sería demasiado largo explicar las razones). Estaba sentado en
su sillón a la cabecera de la mesa, y asentía de vez en cuando
mientras los animalitos contaban sus historias. No parecía
sorprendido por nada, y no dijo ni una sola vez: «Ya os lo decía
yo» o «Si me hicierais caso», ni comentó lo que tendrían o no
tendrían que haber hecho. Al Topo empezó a caerle bien el Tejón.
Cuando
por fin acabaron de cenar, y todos se sentían prudentemente
llenos, y ya no les importaba nada ni nadie, se reunieron frente
a los rescoldos del gran fuego de leña, pensando lo agradable que
era estar aún levantados tan tarde, y sentirse tan independientes, y
tan llenos. Y tras charlar durante un buen rato de cosas en general,
el Tejón dijo animado:
-¡Bueno!
Contadme las novedades de vuestra parte del mundo.
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