jueves, 24 de noviembre de 2011

Egidio, tercera parte: El héroe de la región


Egidio, el granjero de Ham
TERCERA PARTE

Aun así la hacienda es la hacienda; y Egidio las gastaba de tal forma con los intrusos que pocos se atrevían a hacerle frente. De modo que se puso los calzones, bajó a la cocina y descolgó el trabuco de la pared. Alguien podría preguntarse, y con razón, qué es un trabuco. Ciertamente, esta misma pregunta les fue hecha a los cuatro Sabios de Oxenford, que después de pensárselo , contestaron: «Un trabuco es en arma de fuego, corte, de gran calibre, que dispara numerosos proyectiles o postas, y que puede resultar mortal dentro de un alcance limitado, aunque no se haga un blanco perfecto. Hoy desplazado en países civilizados por otras armas de fuego.» 
El trabuco de Egidio tenía una boca ancha que se abría como un cuerno' y no disparaba proyectiles o postas sino cualquier cosa con que su dueño pudiera cargarlo. Y a nadie había matado, porque muy raramente lo cargaba, y nunca lo disparó. Para los propósitos de Egidio, bastaba por lo general que lo mostrase. Y el país no estaba civilizado aún, pues el trabuco no había sido desplazado; se trataba en realidad, del único tipo de arma de fuego que había y aun así era poco frecuente. La gente prefería los arcos y las flechas, y usaba la pólvora casi exclusivamente para los fuegos artificiales. 
Bueno, pues el granjero Egidio descolgó el trabuco y le metió una buena carga de pólvora, por si fuese necesario recurrir a medidas extremas; introdujo por la ancha boca clavos viejos y trozos de alambre, pedazos de un puchero roto, huesos, piedras y otros desechos. Se calzó luego sus botas altas, se puso el abrigo y salió de casa por el jardín trasero. La luna estaba baja, a sus espaldas, y no pudo ver nada más amenazador que las oscuras sombras de los matorrales y de los árboles; sí pudo oír, sin embargo, un retumbo terrorífico de zancadas que se acercaban por el otro lado del altozano. 
Egidio no se sintió ni audaz ni rápido, dijese Agueda lo que quisiese; pero estaba más preocupado por sus bienes que por su piel. Así que con la sensación de que el cinto le quedaba un poco flojo se dirigió hacía lo alto de la colina. De repente, justo sobre el borde de la cima, se recortó el rostro del gigante, pálido a la luz de la luna, que se reflejaba en sus enormes ojos redondos. Sus pies se encontraban aún bastante más abajo, horadando los campos. La luna deslumbraba al gigante, que no vio al extranjero. Pero Egidio sí lo vio a él, y recibió un susto de muerte. Sin darse cuenta apretó el gatillo, y el trabuco se disparó con una detonación ensordecedora. Apuntaba por casualidad más o menos a la horrible carota del gigante. Volando salieron los desechos, las piedras y huesos, los pedazos de la olla y alambres, y hasta media docena de clavos. Y como la distancia era en realidad corta, más por azar que por intención del granjero muchos de estos objetos alcanzaron al gigante: un pedazo de la olla se le incrustó en un ojo y un enorme clavo se le hincó en la nariz. 
«¡Maldición!», dijo el gigante con su grosera forma de hablar. «¡Me han picado!» El ruido no le había causado ninguna impresión (era bastante sordo), pero el clavo no le agradó. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se había encontrado con un insecto lo suficientemente violento como para atravesar su gruesa piel; pero había oído contar que lejos, en los pantanos del este, había libélulas cuyas picaduras eran como las de unas tenazas al rojo. Supuso que se había topado con algo por el estilo. 

«¡Parajes asquerosos e insanos, está claro!», dijo. «No es camino para esta noche.» 

Así que recogió de la ladera un par de ovejas para prepararse la comida cuando llegase a casa y cruzó de nuevo el río, poniendo a toda prisa rumbo al nordeste. Por fin encontró el camino de casa, pues ahora sí había tomado la dirección oportuna; pero el hondón de la olla de cobre estaba completamente quemado. 
Por lo que se refiere a Egidio, cuando el trabuco se disparó el retroceso lo derribó de espaldas; y allí se quedó mirando las estrellas y preguntándose si los pies del gigante lo alcanzarían cuando pasase a su lado. Pero no ocurrió nada , y el ruido de las pisadas se perdió en la distancia. De modo que se levantó, se frotó el hombro y recogió el trabuco. Fue entonces cuando oyó las aclamaciones de la gente. La mayor parte de los habitantes de Ham habían estado atisbando desde sus ventanas; algunos se hablan vestido y habían salido a la calle (después de que el gigante se hubo marchado). Unos cuantos subían ahora a la colina gritando. Los aldeanos habían oído el horrible estruendo de los pies de gigante y la mayoría se habían metido en seguida bajo las sábanas; algunos incluso bajo la cama. Garm se sentía al mismo tiempo orgulloso y asustado de su amo. Le resultaba espléndido y terrible cuando se enfadaba; Y. claro, suponía que cualquier gigante pensaría lo mismo. De forma que cuando vio a Egidio salir armado con el trabuco (indicio por lo general de una enorme ira), se precipitó hacia el pueblo ladrando y gritando: 
«¡Salid, salid, salid! ¡Levantaos, levantaos! ¡Acudid a ver a mi poderoso amo, su valentía y decisión! ¡Va a disparar a un gigante intruso! ¡Salid!»- 
La cima del altozano resultaba visible desde la mayoría de las casas. Cuando la gente y el perro vieron que la faz del gigante asomaba por encima, quedaron sobrecogidos y contuvieron el aliento, y todos menos Garm pensaron que el asunto era demasiado grave para que Egidio pudiera salir airoso. Fue en ese momento cuando se disparó el trabuco, y el gigante dio media vuelta a todo prisa y desapareció, y sorprendidos y alegres todos aplaudieron y vitorearon, y Garm casi se quedó ronco de tanto ladrar. 
«¡Hurra!», gritaban. «¡Así aprenderá! Maese Egidio le ha dado su merecido. Se marcha a case ahora herido de muerte, como es justo.» 
Y todos juntos volvieron a vitorearlo. Pero incluso mientras gritaban tomaron buena nota, por la cuenta que les tenía, de que después de todo aquel trabuco podía disparar. En las tabernas del pueblo había habido algunas discusiones sobre este punto, pero ahora la cuestión quedaba zanjada. Egidio el granjero tuvo pocos problemas con los intrusos después de aquello. Cuando todo pareció estar en calma, algunos de los vecinos más resueltos subieron a estrecharle la mano. Unos pocos (el párroco, el herrero, el molinero y otras dos o tres personas de pro) le dieron palmaditas en la espalda. Aquello no le gustó mucho (la tenía muy dolorida), pero se creyó obligado a invitarlos a su casa. En la cocina se sentaron en corro y brindaron a su salud, alabándolo a voces. No hizo ningún esfuerzo por ocultar sus bostezos, pero no se dieron por enterados mientras duró la bebida. Terminada la primera o segunda ronda (y el granjero la segunda o tercera), comenzó a sentirse un valiente; cuando todos !levaban consumida la segundo o tercera (él iba ya por la quinta o sexta), se sintió ya tan valiente como su perro le creía. Se despidieron como buenos amigos; y les palmeó las espaldas con entusiasmo. Tenía las manos grandes, rojos y gruesas; así que se tomó cumplida venganza. 
Al día siguiente se dio cuenta de que el suceso se había acrecentado al correr de boca en boca, y que él se había convertido en un personaje importante en la localidad. Mediada la semana siguiente, las nuevas habían alcanzado ya todos los pueblos en un radio de veinte millas. Se había convertido en el héroe de la región. Lo encontró muy halagador. En la siguiente feria bebió gratis lo suficiente para mantener a flote una barca, es decir, que casi colmó su medida, y volvió a casa entonando vicias canciones de guerra. Finalmente, incluso el rey oyó hablar de él, La capital de aquel país (llamado en aquellos días venturosos el Reino Medio) se encontraba a unas veinte leguas de Ham y en la corte se prestaba poco caso por regla general a las hazañas de los aldeanos en las provincias. Pero la expulsión expeditiva de tan peligroso gigante parecía merecer alguna consideración y una pequeña recompensa. De modo que a su debido tiempo (es decir, unos tres meses después, y en la fiesta de San Miguel), el rey envió una carta espléndida. Iba en tinta roja sobre pergamino blanco, y manifestaba el regio beneplácito a «nuestro leal y bienamado súbdito Aegidius Ahenobarbus julius Agricola de Hammo». La carta llevaba por firma un borrón rojo, pero el escribano de la corte había añadido: «Ego Augustus Bonifacius Ambrosíus Aurelianus Antoninus Píus et Magnificus, dux, rex, tyrannus, et Basileus Mediterranearum Partium, subscribo.» Así que no había duda de que el documento era auténtico. A Egidio le proporcionó una enorme alegría, y muchos vecinos acudieron a admirarlo, en especial al darse cuenta de que podían obtener un asiento y un trago junto al fuego del granjero cuando le pedían verlo. 
Mejor que el documento era el regalo que lo acompañaba. El rey enviaba un cinto y una larga espada. En realidad, el monarca no la había usado nunca. Pertenecía a su familia y había estado colgada en la armería más tiempo del que se pueda recordar. El arrnero no habría sabido decir cómo llegó allí o qué uso podía dársele. Las espadas sencillas y recias como aquélla ya no estaban de moda en la corte, así que el rey pensó que era el tipo de regalo apropiado para un rústico. Pero el granjero Egidio quedó encantado. Su reputación se hizo enorme. Continuará.

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