lunes, 28 de noviembre de 2011

Egidio, cuarta parte: Un dragón de verdad


Egidio, el granjero de Ham
CUARTA PARTE

Egidio disfrutó mucho con el giro que habían tomado los acontecimientos. También su perro. Nunca recibió el vapuleo prometido. Egidio era un hombre justo para sus luces, y en su interior concedía una buena parte del mérito a Garm, aunque jamás llegara a confesarlo. Siguió lanzándole denuestos y objetos contundentes cuando le venía en gana, pero hacía la vista gorda a muchas de sus pequeñas correrías. A Garm se le había dado por hacer largos paseos. El granjero comenzó a pisar fuerte y la suerte le sonrió. En el otoño y primeros días del invierno el trabajo marchó bien. Todo parecía ir viento en popa..., hasta que llegó el dragón.
En aquellos días los dragones comenzaban a escasear en la isla. Hacía muchos años que no se había visto ninguno en las zonas habitadas del reino de Augustus Bonifacius. Estaban, claro, las ignotas comarcas fronterizas y las montañas despobladas hacia el norte y el oeste, pero quedaban muy distantes. Allí había morado en otro tiempo cierto número de dragones de una u otra especie, que habían llevado a cabo profundas y extensas incursiones. Pero entonces el Reino Medio era famoso por el arrojo de los caballeros de su corte, y fueron tantos los dragones errantes a los que dieron muerte, o que huyeron con graves heridas, que los demás cesaron de merodear por aquellas rutas.
Todavía se conservaba la costumbre de servir al rey Cola de Dragón en el banquete de Navidad, y cada año se elegía un caballero que se encargaba de la caza. Debía salir el día de Son Nicolás y regresar con una cola de dragón antes de la víspera de la celebración. Pero hacía ya muchos años que el cocinero real venía preparando un plato exquisito: una imitación de cola de dragón, hecha de hojaldre y pasta de almendras, con escamas bien simulados de azúcar glaseado. El caballero elegido la presentaba luego en el salón de! banquete, en Nochebuena, mientras tocaban los violines y sonaban las trompetas. La cola se servía como postre el día de Navidad, y todo el mundo comentaba (para complacer al cocinero) que sabía mucho mejor que la auténtica.
Así estaban las cosas, cuando hizo su aparición un dragón de verdad. Casi toda la culpa era del gigante. Después de la aventura tomó por costumbre recorrer la Montaña visitando a sus desperdigados parientes con mayor frecuencia de lo habitual, y mucha más de la que ellos apetecían. Porque siempre andaba buscando que le prestasen una olla grande de cobre. Pero lo consiguiese o no, acostumbraba a sentarse y perorar en su cansino y pesado estilo sobre el excelente país que quedaba a cierta distancia al oriente y todas las maravillas del Ancho Mundo. Se le había metido en la cabeza que era un magnífico y osado explorador.
«Preciosas tierras», solía decir, «totalmente llanas, de suave andadura, y llenas de alimentos al alcance de la mano: ya sabéis, vacas y ovejas por todos los sitios, que te dan al ojo si no estás ciego».
«Y ¿cómo es la gente?», le preguntaban.
«Nunca vi a nadie», decía, «No vi ni oí a caballero alguno, muchachos. Lo peor son las picaduras de los insectos junto al río.»
«¿Y por qué no vuelves y te quedas allí?», le dijeron. «¡Ah, bueno!, dicen que no hay nada como el hogar. Pero quizá vuelva algún día, si me da por ahí. En cualquier caso ya estuve una vez, que es más de lo que la mayoría puede decir. Y en cuanto a la olla... »
'«Y esas tierras tan ricas», se apresuraban a interrumpirle, «esas apetitosas regiones, llenas de un ganado que nadie vigila, ¿hacia dónde caen?, ¿a qué distancia?»
« ¡Oh! », contestaba, «allá por el este o sudeste. Pero es un largo camino». Y añadía una relación tan exagerada de la distancia que había recorrido, de los bosques, colinas y llanuras que había cruzado que ninguno de los otros gigantes de menor zancada se decidió nunca a emprender el viaje. A pesar de lo cual las habladurías se siguieron propalando.
Al cálido verano sucedió un invierno duro. En la Montaña el frío era gélido y escaseaba la comida. Los comentarios aumentaron. Se volvía una y otra vez sobre las ovejas de las tierras llanas y las vacas de los pastos bajos. Los dragones estiraban las orejas. Estaban hambrientos, y aquellos rumores resultaban atrayentes.
«¿Así que los caballeros son un mito?», decían los dragones más jóvenes y de menor experiencia. «Siempre nos lo pareció.»
«Al menos deben de haber empezado a escasear», pensaron los más ancianos y sabios de la especie; «están lejos y son pocos, y ya no representan ningún peligro».
Uno de los dragones se sintió profundamente interesado. Su nombre era Crisófilax Dives, pues era de linaje antiguo e imperial, y muy rico. Era astuto, inquisitivo, ambicioso y bien armado, aunque no temerario en exceso. Pero en cualquier caso no sentía ningún temor de moscas e insectos, cualquiera que fuese su clase o tamaño, y tenía un hambre de muerte.
De modo que un día de invierno, más o menos una semana antes de Navidad, Crisófilax desplegó sus alas y partió. Aterrizó con sigilo a media noche, justo en el corazón de los dominios de Augustus Bonifacíus rex et basileus. En poco tiempo causó grandes daños: destrozó, quemó y devoró ovejas, reses y caballos.
Todo esto ocurría en una región alejada de Ham. Lo que no fue obstáculo para que Garm se llevara el mayor susto de su vida. Había emprendido una larga expedición y, aprovechándose de la buena disposición de su amo, se había aventurado a pasar una noche o dos lejos de casa. Estaba enfrascado siguiendo un rastro en la espesura del bosque cuando a la vuelta de un recodo percibió de súbito un nuevo y alarmante olor. Se topó, tropezó en realidad, con la cola de Crisófilax Dives, que acababa de aterrizar. Nunca un perro giró sobre su rabo y salió disparado hacia casa con mayor celeridad que Garm. El dragón oyó su aullido y se volvió rugiendo; pero Garm estaba ya lejos de su alcance. Corrió durante el resto de la noche y llegó a casa hacia la hora del desayuno.
«¡Socorro, socorro, socorro!», gritó desde la puerta trasera.
Egidio oyó los ladridos y no le gustaron. Le hicieron recordar que cuando todo va bien es cuando surgen los imprevistos. «Mujer», dijo. «Haz entrar a ese maldito perro y dale de palos.»
Garm entró en la cocina hecho un ovillo y con la lengua fuera. «¡Socorro!», gritó.
«¿Qué has estado haciendo esta vez?», preguntó Egidio, que le arrojó una salchicha.
«Nada», jadeó Garm, demasiado aturdido para reparar en la salchicha.
«Bueno, deja ya de ladrar, o te despellejo», dijo el granjero.
«No he hecho nada malo, no quería hacer ningún daño», dijo el perro, «pero me tropecé por casualidad con un dragón y me di un susto terrible».
Al granjero se le atraganto la cerveza. «¿Dragón?»,exclamó. «¡Maldito seas, inútil metomentodo! ¿Para qué necesitabas ir en busca de un dragón en esta época del año y cuando yo estoy tan ocupado? ¿Dónde fue?»
« i Oh! Al norte de las colinas, muy lejos de aquí, más allá de los Menhires y toda aquella parte», dijo el perro. «¡Ah, tan lejos!», dijo Egidio con profundo alivio. «He oído comentar que hay gente muy rara por aquellos lugares. Allí tenía que haber sido. Que se las arreglen como puedan. Deja de fastidiarme con tales historias. ¡Lárgate!»
Garm se marchó y comentó por todo el pueblo lo ocurrido. No se olvidó de mencionar que su amo no había mostrado el menor sobresalto. «Se quedó impertérrito y siguió con el desayuno.»
A la puerta de sus casas los vecinos lo comentaron con regocijo. «Como en las viejas épocas», decían. «Y justo cuando llega la Navidad. Tan a tiempo. ¡Qué contento se va a poner el rey! Estas fiestas tendrá en su mesa una cola auténtica.»
Pero al día siguiente llegaron más noticias. Parecía que el dragón era excepcionalmente grande y feroz. Estaba haciendo grandes estragos.
«¿Y los caballeros del rey?», comenzó a preguntarse la gente.
Otros se habían hecho ya la misma pregunta. Mensajeros de las villas más afectadas por la presencia de Crisófilax llegaban cada día ante el rey y preguntaban repetidamente y en el tono más elevado que su atrevimiento les permitía: «¿Qué es de vuestros caballeros, señor?» Pero los caballeros no hacían nada. Oficialmente no sabían nada del dragón. Así que el rey tuvo que hacerles llegar de forma oficial la noticia y pedirles que pasasen a la acción tan pronto como lo juzgasen pertinente. Se vio desagradablemente sorprendido cuando comprendió que nunca les venía bien y que cada día posponían su intervención. Sin embargo, las excusas de los caballeros eran bien convincentes. En primer lugar el cocinero real ya tenía preparada la cola de dragón para aquellas Navidades, pues era el tipo de persona que cree que las cosas han de hacerse con tiempo. No sería elegante ofenderle presentándose en el último minuto con una cola auténtica. Era un servidor muy valioso. «¡Dejad en paz la cola! ¡Cortadle la cabeza y terminad de una vez con él!», gritaban los mensajeros de los pueblos más afectados.
Pero aquí estaba ya la Navidad, y por desgracia había un gran torneo programado para el día de San Juan: se había invitado a caballeros de numerosos reinos, que acudían para competir por un valioso trofeo. De ninguna forma podía pensarse en desperdiciar las oportunidades de los caballeros del Reino Medio al enviar a los mejores hombres a cazar un dragón antes de que el torneo hubiese terminado.
Luego estaba la fiesta de Año Nuevo.
Pero cada noche el dragón se desplazaba, y cada desplazamiento lo acercaba más y más a Ham. La noche de Año Nuevo la gente pudo ver llamaradas a lo lejos. El dragón se había instalado como a unas diez millas en un bosque que ahora ardía a placer. Era un dragón fogoso cuando le venía en gana.
Después de aquello la gente comenzó a volver su mirada al granjero Egidio y a cuchichear a sus espaldas, cosa que le hacía sentirse muy molesto; con todo, simulaba no enterarse. Al día siguiente el dragón se aproximó varias millas más. El mismo Egidio comenzó a criticar en voz alta el escándalo de los caballeros del rey.
«Me gustaría saber qué hacen para ganarse el pan», dijo.
«A nosotros también», dijeron todos en Ham.
Pero el molinero añadió: «Tengo entendido que a algunos aún les hacen caballeros por méritos propios. Después de todo, aquí nuestro buen Egidio es también en cierta forma un caballero. ¿Acaso no le envió el rey una carta con su sello y una espada?»
«Se necesita algo más que una espada para ser caballero», dijo Egidio. «Tienes que ser armado y todo eso, según tengo entendido. De cualquier modo, yo tengo mis propios asuntos que atender.»
«¡Oh!, pero seguro que el rey te armaría, si se lo pedimos», dijo el molinero. «Vamos a hacerlo antes de que sea demasiado tarde.»
«¡Ni hablar!», dijo Egidio. «La caballería no es para los de mi clase. Soy granjero y estoy muy ufano de serlo: un hombre sencillo y honrado, y los hombres honrados no hacen buen papel en la corte, dicen. Eso te va mejor a ti, maese molinero.»
El párroco se sonrió, aunque no por la contestación del granjero, porque él y el molinero siempre estaban devolviéndose las pullas como enconados enemigos que eran, según se decía en Ham. Lo había asaltado de repente una idea que lo entusiasmó. Pero de momento no dijo nada. El que no parecía tan entusiasmado era el molinero, que puso mal ceño.
«Simple, desde luego», dijo, «y honrado quizá. Pero, ¿es preciso estar en la corte y ser caballero para matar un dragón? Valor es todo lo que se necesita, como ayer mismo se lo oí decir a maese Egidio. ¿No os parece que él es tan valiente como cualquier caballero?»
Todos los presentes gritaron «.¡por supuesto que no!» la primera pregunta; y a la segunda, «¡claro que sí! ¡Tres hurras por el héroe de Ham!».
Maese Egidio volvió a casa bastante inquieto. Se estaba dando cuenta de que cuando se alcanza cierta reputación, se hace preciso mantenerla, y que esto puede resultar incómodo. Dio una patada al perro y escondió la espada en un armario de la cocina. Hasta entonces había estado colgada sobre la chimenea. Continuará.

13 comentarios: