sábado, 29 de octubre de 2011

Capítulo 7: Achicharrada


"Las brujas" - Roald Dahl
Ahora todas las mujeres, o mejor dicho, las brujas, estaban inmóviles en sus sillas, mirando fijamente, como hipnotizadas, a alguien que había aparecido de pronto en la tarima. Era otra mujer.
Lo primero que noté en ella era su tamaño. Era diminuta, probablemente no mediría más de un metro treinta centímetros. Parecía bastante joven, supuse que tendría unos veinticinco o veintiséis años, y era muy guapa. Llevaba un vestido negro muy elegante con falda larga hasta el suelo y guantes negros que le llegaban hasta los codos. A diferencia de las otras, no llevaba sombrero.
A mí no me parecía que tuviera aspecto de bruja en absoluto, pero era imposible que no lo fuera, porque, de lo contrario, ¿qué demonios estaba haciendo subida en la tarima? ¿Y por qué estaban todas las demás brujas contemplándola con tal mezcla de adoración y temor?
Muy despacio, la joven de la tarima levantó las manos hacia su cara. Vi que sus dedos enguantados desenganchaban algo detrás de las orejas y luego... ¡luego se pellizcó las mejillas y se quitó la cara de golpe! ¡Aquella bonita cara se quedó entera en sus manos!
¡Era una máscara!
Al quitarse la máscara, se volvió hacia un lado y la colocó cuidadosamente en una mesita que tenía cerca, y cuando volvió a ponerse de frente a la sala, me faltó poco para dar un chillido.
Su cara era la cosa más horrible y aterradora que he visto nunca. Sólo mirarla me producía temblores. Estaba tan arrugada, tan encogida y tan marchita que parecía que la hubieran conservado en vinagre. Era una visión estremecedora y espeluznante. Había algo pavoroso en aquella cara, algo putrefacto y repulsivo. Literalmente, parecía que se estaba pudriendo por los bordes, y en el centro, en las mejillas y alrededor de la boca, vi la piel ulcerada y corroída, como si se la estuvieran comiendo los gusanos.
Hay veces en las que algo es tan espantoso que te fascina y no puedes apartar la vista de ello. Eso me pasó a mí en ese momento. Me quedé traspuesto, alelado. Estaba hipnotizado por el absoluto horror de las facciones de aquella mujer. Pero no era eso sólo. Había una mirada de serpiente en sus ojos, que relampagueaban mientras recorrían la sala.
En seguida comprendí, naturalmente, que esta no era otra que La Gran Bruja en persona. También comprendí por qué llevaba una máscara. Jamás hubiera podido aparecer en público, y mucho menos Hospedarse en un hotel, con su verdadera cara. Todo el que la hubiese visto, habría salido corriendo, dando alaridos.
¡Las puerrtas! —gritó La Gran Bruja, con una voz que llenó la sala y retumbó en las paredes—. ¿Habéis echado el cerrogo o la cadena?
Hemos echado el cerrojo y la cadena, Vuestra Grandeza —contestó una voz en la sala.
Los relucientes ojos de serpiente, hundidos en aquella espantosa cara corrompida, fulminaban, sin pestañear, a las brujas que estaban sentadas frente a ella.
¡Podéis quitarros los guantes! —gritó.
Noté que su voz tenía el mismo tono duro y metálico que la de la bruja a la que vi debajo del castaño, sólo que era mucho más fuerte y mucho, mucho más áspera. Raspaba. Chirriaba. Chillaba. Gruñía. Refunfuñaba.
Todo el mundo en la sala empezó a sacarse los guantes. Yo me fijé en las manos de las que estaban en la última fila. Quería ver cómo eran sus dedos y si mi abuela tenía razón. ¡Ah!... ¡Sí!... ¡Ahora veía varias manos! ¡Veía las garras oscuras curvándose sobre las yemas de los dedos! ¡Aquellas garras medirían unos cinco centímetros y eran afiladas en la punta!
¡Podéis quitarros los sapatos! —ladró La Gran Bruja.
Oí un suspiro de alivio proveniente de todas las brujas de la sala, cuando se quitaron sus estrechos zapatos de tacón alto, y entonces eché una ojeada por debajo de las sillas y vi varios pares de pies con medias... completamente cuadrados y carentes de dedos. Eran repugnantes, como si les hubieran rebanado los dedos con un cuchillo de cocina.
¡Podéis quitarros las pelucas! —gruñó La Gran Bruja.
Tenía una forma peculiar de hablar. Era una especie de acento extranjero, algo áspero y gutural, y al parecer, tenía dificultad para pronunciar algunas letras. Hacía una cosa rara con la r. La hacía rodar en la boca como si fuera un pedazo de corteza caliente y luego la escupía.
¡Guitarros las pelucas parra que les dé el airre a vuestrros irrritados cuerros cabelludos! —gritó.
Y otro suspiro de alivio surgió de la sala, mientras todas las manos se levantaban hacia las cabezas para retirar todas las pelucas (con los sombreros todavía encima).
Ante mí había ahora fila tras fila de cráneos femeninos calvos, un mar de cabezas desnudas, todos enrojecidos e irritados debido al roce del forro de las pelucas. No puedo explicaros lo horrorosas que eran y, de algún modo, la visión era aún más grotesca por el hecho de que debajo de aquellas espantosas cabezas calvas, los cuerpos iban vestidos con ropa bonita y a la moda. Era monstruoso. Era antinatural.
Oh, Dios mío, pensé. ¡Socorro! ¡Oh, Señor, ten compasión de mí! ¡Esas repugnantes mujeres calvas son asesinas de niños, todas y cada una de ellas, y aquí estoy yo apresado en la misma habitación y sin poder escapar!
En ese momento, me asaltó una nueva idea, doblemente horrible. Mi abuela había dicho que, con sus agujeros de la nariz especiales, ellas podían oler a un niño en una noche oscura desde el otro lado de la calle. Hasta ahora, mi abuela había acertado en todo. Por lo tanto, parecía seguro que una de las brujas de la última fila iba a empezar a olfatearme de un momento a otro, y entonces el grito «¡Caca de perro!» se extendería por toda la sala y yo estaría acorralado como una rata.
Me arrodillé en la alfombra, detrás del biombo, sin atreverme ni a respirar.
Luego, de pronto, recordé otra cosa muy importante que me había dicho mi abuela: «Cuanto más sucio estés, más difícil es que una bruja te encuentre por el olor.»
¿Cuánto tiempo hacía que no me bañaba?
Hacía siglos. Tenía mi propia habitación en el hotel, y mi abuela nunca se preocupaba de esas tonterías. Ahora que lo pensaba, creo que no me había bañado desde que llegamos.
¿Cuándo fue la última vez en que me había lavado la cara y las manos?
Desde luego, esta mañana no.
Ni ayer tampoco.
Me miré las manos. Estaban cubiertas de churretes, de barro y Dios sabe de qué otras cosas.
Quizá tenía alguna posibilidad después de todo. Las oleadas fétidas no podrían atravesar toda esa porquería.
¡Brugas de Inclaterrra! —gritó La Gran Bruja.
Observé que ella no se había quitado la peluca, ni los guantes, ni los zapatos.
¡Brugas de Inclaterrra! —chilló.
El público se removió inquieto y se sentaron más erguidas en sus sillas.
¡Miserrrables brugas! —chilló—. ¡Inútiles y vagas brugas! ¡Flogas y perrresosas brugas! ¡Sois una pandilla de gusanos barraganes que no valen parrra nada!
Un estremecimiento recorrió al público. Era evidente que La Gran Bruja estaba de mal humor y ellas lo comprendieron. Yo presentí que iba a ocurrir algo espantoso.
Estoy desayunando esta mañana —gritó La Gran Bruja— y estoy mirrrando por la ventana a la playa, ¿y qué veo? Os prregunto ¿qué veo? ¡Veo una vista rrrepulsiva! ¡Veo cientos, veo miles de rrrepugnantes niños gugando en la arrena! ¡Esto me da náuseas, me dega sin comerr! ¿Porr qué no los habéis eliminado? —aulló—. ¿Porr qué no habéis borrrado a todos estos asquerrrosos y malolientes niños?
Con cada palabra, le salían disparadas de la boca gotitas de saliva azul, cual perdigones.
¡Os estoy prreguntando porrr que! —aulló.
Nadie le contestó.
¡Los niños huelen! —chilló—. ¡Apestan! ¡No querrremos niños en la tierrra!
Todas las cabezas calvas asintieron vigorosamente.
¡Un niño porrr semana no me sirrve! —gritó La Gran Bruja—. ¿Es eso todo lo que podéis hacerr?
Haremos más —murmuró el público—. Haremos mucho más.
¡Más tampoco sirrve! —vociferó La Gran gruja—. ¡Exigo rrresultados máximos! ¡Porr lo tanto, aquí están mis órrrdenes! ¡Mis órrrdenes son que todos y cada uno de los niños de este país sean borrra-dos, espachurrados, estrrugados, y achicharrados antes de que yo vuelva aquí dentrro de un año! ¿Está bien clarrro?
El público lanzó una exclamación contenida. Vi que todas las brujas se miraban entre sí con expresión preocupada. Y oí que una bruja que estaba sentada al final de la primera fila decía en alto:
¡Todos ellos! ¡No podemos barrerlos a todos ellos!
La Gran Bruja se volvió violentamente, como si alguien la hubiera clavado un pincho en el trasero.
¿Quién digo eso? —chilló—. ¿Quién se atrreve a discutirr conmigo? Fuiste tú, ¿no?
Señaló con un dedo enguantado, tan afilado como una aguja, a la bruja que había hablado.
¡No quise decir eso, Vuestra Grandeza! —gritó la bruja—. ¡No era mi intención discutir! ¡Sólo estaba hablando para mí misma!
¡Te atrreviste a discutirr conmigo! —chilló La Gran Bruja.
¡Sólo hablaba para mí misma! —gritó la desgraciada bruja—. ¡Lo juro, Alteza!
Se puso a temblar de miedo.
La Gran Bruja dio un paso adelante y cuando habló de nuevo, lo hizo con una voz que me heló la sangre.
Una bruga que así me contesta
debe arrderr de los pies a la testa,
chilló.
¡No, no! — suplicó la bruja de la primera fila. La Gran Bruja continuó:
Una bruga con tan poco seso
debe arrderr hasta el último hueso.
¡Perdonadme! —gritó la desgraciada bruja de la primera fila. La Gran Bruja no le hizo el menor caso. Habló de nuevo:
Una bruga tan boba, tan boba
arrderrá como un palo de escoba.
¡Perdonadme, oh Alteza! —gritó la desdichada culpable—. ¡No quise hacerlo!
Pero La Gran Bruja continuó su terrible recitación:
Una bruga que dice que yerrro
morrirrá, morrirrá como un perrro.
Un momento después, de los ojos de La Gran Bruja salió disparado un chorro de chispas, que parecían limaduras de metal candente, y volaron directamente hacia la bruja que se había atrevido a responder. Yo vi cómo las chispas la golpeaban y penetraban en su carne y la oí lanzar un horrible alarido. Una nube de humo la envolvió y un olor a carne quemada llenó la sala.
Nadie se movió. Igual que yo, todas miraban la humareda, y cuando ésta se disipó, la silla estaba vacía. Vislumbré algo blanquecino, como una nubecilla, elevándose en el aire y desapareciendo por la ventana.
El público dio un gran suspiro.
La Gran Bruja recorrió la sala con una mirada fulminante.
Esperrro que nadie más me enfurresca hoy —comentó.
Hubo un silencio mortal.
Achicharrada como un churrasco. Cocida como una sanahorria —dijo La Gran Bruja—. Nunca volverrréis a verrla. Ahorra podemos dedicarrnos a los asuntos imporrtantes.

16 comentarios:

  1. María Hurtado Torres30 de octubre de 2011, 0:18

    que interesantes están los capítulos! leído:)

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  2. Carmen Melero Ortega30 de octubre de 2011, 19:48

    Don Luis ya he leído el capítulo 7

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  3. Roberto Moreno Fernández1 de noviembre de 2011, 17:58

    Leído! Pobre niño, se habrá quedado traumatizado...

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  4. Profe yo ya me lo he leído es muy interesante!!!:D Lucía Aguilera Rivas

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  5. Ya me he leido el capitulo 6 y 7 ptofe! Samuel.Paradas.

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  6. Ya me los he leido! Samuel.Paradas.

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  7. Ya me lo he leido! Samuel.Paradas.

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  8. Profesor yo ya lo he leído ( lo mando otra vez porque me han dicho que no salia mi comentario ) Juan Antonio Mayo Ruiz.

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  9. don luis ya me lo he leido!!!!:D

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  10. Dos capítulos muy interesantes!
    Porcierto, leído^^

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  11. Roberto Moreno Fernández3 de noviembre de 2011, 18:25

    Oye Juan hasta que D. Luis no aprueba el comentario no sale a la vista. No es que no se vea...(Perdón por interrumpir)

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  12. Efectivamente, para que no nos pongan chorradas yo doy permiso a los comentarios. No os preocupéis si tardan un poco en aparecer.

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