"Las brujas" - Roald Dahl
Ahora todas las mujeres, o mejor dicho, las
brujas, estaban inmóviles en sus sillas,
mirando fijamente, como hipnotizadas, a alguien que había aparecido
de pronto en la tarima. Era otra mujer.
Lo primero que noté en
ella era su tamaño. Era diminuta,
probablemente no mediría más de un metro
treinta centímetros. Parecía bastante joven, supuse
que tendría unos veinticinco o veintiséis años, y
era muy guapa. Llevaba un vestido negro muy elegante
con falda larga hasta el suelo y guantes negros
que le llegaban hasta los codos. A diferencia de
las otras, no llevaba sombrero.
A mí no me parecía que
tuviera aspecto de bruja en absoluto, pero
era imposible que no lo fuera, porque, de
lo contrario, ¿qué demonios estaba haciendo
subida en la tarima? ¿Y por qué estaban todas
las demás brujas contemplándola con tal mezcla
de adoración y temor?
Muy despacio, la joven de la tarima levantó
las manos hacia su cara. Vi que sus dedos
enguantados desenganchaban algo detrás de
las orejas y luego... ¡luego se pellizcó las mejillas y se quitó
la cara de golpe! ¡Aquella bonita cara se quedó entera en sus
manos!
¡Era una máscara!
Al quitarse la máscara,
se volvió hacia un lado y la colocó
cuidadosamente en una mesita que tenía
cerca, y cuando volvió a ponerse de frente a la sala, me faltó poco
para dar un chillido.
Su cara era la cosa más
horrible y aterradora que he visto nunca.
Sólo mirarla me producía temblores.
Estaba tan arrugada, tan encogida y tan marchita
que parecía que la hubieran conservado en
vinagre. Era una visión estremecedora y espeluznante.
Había algo pavoroso en aquella cara, algo putrefacto
y repulsivo. Literalmente, parecía que se
estaba pudriendo por los bordes, y en el centro, en las mejillas y
alrededor de la boca, vi la piel ulcerada y
corroída, como si se la estuvieran
comiendo los gusanos.
Hay veces en las que algo es tan espantoso que te
fascina y no puedes apartar la vista de ello. Eso
me pasó a mí en ese momento. Me quedé
traspuesto, alelado. Estaba hipnotizado por
el absoluto horror de las facciones de
aquella mujer. Pero no era eso sólo. Había
una mirada de serpiente en sus ojos, que relampagueaban mientras
recorrían la sala.
En seguida comprendí,
naturalmente, que esta no era otra que La
Gran Bruja en persona. También comprendí por qué llevaba una
máscara. Jamás hubiera podido aparecer en público, y mucho menos
Hospedarse en un hotel, con su verdadera
cara. Todo el que la hubiese visto, habría
salido corriendo, dando alaridos.
—¡Las puerrtas! —gritó La Gran Bruja, con
una voz que llenó la sala y retumbó en
las paredes—. ¿Habéis echado el cerrogo
o la cadena?
—Hemos echado el cerrojo y la cadena, Vuestra
Grandeza —contestó una voz en la sala.
Los relucientes ojos de serpiente, hundidos en
aquella espantosa cara corrompida, fulminaban, sin
pestañear, a las brujas que estaban
sentadas frente a ella.
—¡Podéis quitarros los guantes! —gritó.
Noté que su voz tenía
el mismo tono duro y metálico que la de la
bruja a la que vi debajo del castaño, sólo
que era mucho más fuerte y mucho, mucho
más áspera. Raspaba. Chirriaba. Chillaba. Gruñía. Refunfuñaba.
Todo el mundo en la sala empezó
a sacarse los guantes. Yo me fijé en las
manos de las que estaban en la última
fila. Quería ver cómo eran sus dedos y si
mi abuela tenía razón. ¡Ah!... ¡Sí!...
¡Ahora veía varias manos! ¡Veía las
garras oscuras curvándose sobre las yemas
de los dedos! ¡Aquellas garras medirían
unos cinco centímetros y eran afiladas en
la punta!
—¡Podéis quitarros los sapatos! —ladró La
Gran Bruja.
Oí un suspiro de alivio
proveniente de todas las brujas de la sala,
cuando se quitaron sus estrechos zapatos de
tacón alto, y entonces eché una ojeada
por debajo de las sillas y vi varios pares de pies
con medias... completamente cuadrados y carentes
de dedos. Eran repugnantes, como si les hubieran rebanado los dedos
con un cuchillo de cocina.
—¡Podéis quitarros las pelucas! —gruñó La
Gran Bruja.
Tenía una forma
peculiar de hablar. Era una especie de
acento extranjero, algo áspero y gutural, y al parecer, tenía
dificultad para pronunciar algunas letras.
Hacía una cosa rara con la r. La hacía rodar
en la boca como si fuera un pedazo de corteza caliente
y luego la escupía.
—¡Guitarros las pelucas parra que les dé el
airre a vuestrros irrritados cuerros cabelludos! —gritó.
Y otro suspiro de alivio surgió
de la sala, mientras todas las manos se
levantaban hacia las cabezas para retirar
todas las pelucas (con los sombreros
todavía encima).
Ante mí había ahora
fila tras fila de cráneos femeninos
calvos, un mar de cabezas desnudas, todos enrojecidos
e irritados debido al roce del forro de las
pelucas. No puedo explicaros lo horrorosas que eran
y, de algún modo, la visión era aún más grotesca
por el hecho de que debajo de aquellas espantosas
cabezas calvas, los cuerpos iban vestidos con ropa bonita y a la
moda. Era monstruoso. Era antinatural.
Oh, Dios mío, pensé.
¡Socorro! ¡Oh, Señor, ten compasión de
mí! ¡Esas repugnantes mujeres calvas son
asesinas de niños, todas y cada una de ellas, y
aquí estoy yo apresado en la misma habitación y sin
poder escapar!
En ese momento, me asaltó
una nueva idea, doblemente horrible. Mi
abuela había dicho que, con sus agujeros
de la nariz especiales, ellas podían oler
a un niño en una noche oscura desde el otro lado
de la calle. Hasta ahora, mi abuela había acertado
en todo. Por lo tanto, parecía seguro que una de
las brujas de la última fila iba a empezar a olfatearme
de un momento a otro, y entonces el grito «¡Caca
de perro!» se extendería por toda la sala y yo
estaría acorralado como una rata.
Me arrodillé en la
alfombra, detrás del biombo, sin atreverme ni a respirar.
Luego, de pronto, recordé
otra cosa muy importante que me había
dicho mi abuela: «Cuanto más sucio estés,
más difícil es que una bruja te encuentre
por el olor.»
¿Cuánto tiempo hacía que no me bañaba?
Hacía siglos. Tenía mi
propia habitación en el hotel, y mi abuela
nunca se preocupaba de esas tonterías.
Ahora que lo pensaba, creo que no me había
bañado desde que llegamos.
¿Cuándo fue la última vez en que me había
lavado la cara y las manos?
Desde luego, esta mañana
no.
Ni ayer tampoco.
Me miré las manos.
Estaban cubiertas de churretes, de barro y
Dios sabe de qué otras cosas.
Quizá tenía alguna
posibilidad después de todo. Las oleadas fétidas no podrían
atravesar toda esa porquería.
—¡Brugas de Inclaterrra! —gritó La Gran
Bruja.
Observé que ella no se
había quitado la peluca, ni los guantes,
ni los zapatos.
—¡Brugas de Inclaterrra! —chilló.
El público se removió
inquieto y se sentaron más erguidas en sus
sillas.
—¡Miserrrables brugas! —chilló—. ¡Inútiles
y vagas brugas! ¡Flogas y perrresosas brugas! ¡Sois
una pandilla de gusanos barraganes que no valen
parrra nada!
Un estremecimiento recorrió
al público. Era evidente que La Gran Bruja
estaba de mal humor y ellas lo
comprendieron. Yo presentí que iba a ocurrir
algo espantoso.
—Estoy desayunando esta mañana —gritó La
Gran Bruja— y estoy mirrrando por la ventana a
la playa, ¿y qué veo? Os prregunto ¿qué
veo? ¡Veo una vista rrrepulsiva! ¡Veo
cientos, veo miles de
rrrepugnantes niños gugando en la arrena! ¡Esto me
da náuseas, me dega sin comerr! ¿Porr
qué no los habéis eliminado?
—aulló—. ¿Porr qué no habéis
borrrado a todos estos asquerrrosos y malolientes
niños?
Con cada palabra, le salían
disparadas de la boca gotitas de saliva
azul, cual perdigones.
—¡Os estoy prreguntando porrr
que! —aulló.
Nadie le contestó.
—¡Los niños huelen! —chilló—. ¡Apestan!
¡No querrremos niños en la tierrra!
Todas las cabezas calvas asintieron vigorosamente.
—¡Un niño porrr semana no me sirrve! —gritó
La Gran Bruja—. ¿Es eso todo lo que podéis hacerr?
—Haremos más —murmuró el público—.
Haremos mucho más.
—¡Más tampoco sirrve! —vociferó La Gran
gruja—. ¡Exigo rrresultados máximos!
¡Porr lo tanto, aquí están mis órrrdenes! ¡Mis órrrdenes son
que todos y cada uno de los niños de este
país sean borrra-dos, espachurrados,
estrrugados, y achicharrados antes de que
yo vuelva aquí dentrro de un año! ¿Está bien clarrro?
El público lanzó una
exclamación contenida. Vi que todas las
brujas se miraban entre sí con expresión preocupada. Y oí que una
bruja que estaba sentada al final de la
primera fila decía en alto:
—¡Todos ellos!
¡No podemos barrerlos a todos ellos!
La Gran Bruja se volvió
violentamente, como si alguien la hubiera
clavado un pincho en el trasero.
—¿Quién digo eso? —chilló—. ¿Quién se
atrreve a discutirr conmigo? Fuiste tú,
¿no?
Señaló con un dedo
enguantado, tan afilado como una aguja, a
la bruja que había hablado.
—¡No quise decir eso, Vuestra Grandeza! —gritó
la bruja—. ¡No era mi intención discutir! ¡Sólo
estaba hablando para mí misma!
—¡Te atrreviste a discutirr conmigo! —chilló
La Gran Bruja.
—¡Sólo hablaba para mí misma! —gritó la
desgraciada bruja—. ¡Lo juro, Alteza!
Se puso a temblar de miedo.
La Gran Bruja dio un paso adelante y cuando
habló de nuevo, lo hizo con una voz que me
heló la sangre.
—Una bruga que así me contesta
debe arrderr de los pies a la testa,
chilló.
—¡No, no! — suplicó la bruja de la primera
fila. La Gran Bruja continuó:
—Una bruga con tan poco seso
debe arrderr hasta el último hueso.
—¡Perdonadme! —gritó la desgraciada bruja
de la primera fila. La Gran Bruja no le hizo el menor
caso. Habló de nuevo:
—Una bruga tan boba, tan boba
arrderrá como un palo de escoba.
—¡Perdonadme, oh Alteza! —gritó la
desdichada culpable—. ¡No quise hacerlo!
Pero La Gran Bruja continuó
su terrible recitación:
—Una bruga que dice que yerrro
morrirrá, morrirrá como un perrro.
Un momento después, de
los ojos de La Gran Bruja salió disparado
un chorro de chispas, que parecían
limaduras de metal candente, y volaron directamente
hacia la bruja que se había atrevido a
responder. Yo vi cómo las chispas la
golpeaban y penetraban en su carne y la oí
lanzar un horrible alarido. Una nube de
humo la envolvió y un olor a carne quemada
llenó la sala.
Nadie se movió. Igual
que yo, todas miraban la humareda, y cuando
ésta se disipó, la silla estaba vacía.
Vislumbré algo blanquecino, como una nubecilla, elevándose en el
aire y desapareciendo por la ventana.
El público dio un gran
suspiro.
La Gran Bruja recorrió
la sala con una mirada fulminante.
—Esperrro que nadie más
me enfurresca hoy —comentó.
Hubo un silencio mortal.
—Achicharrada como un churrasco. Cocida como
una sanahorria —dijo La Gran Bruja—. Nunca volverrréis a verrla.
Ahorra podemos dedicarrnos a los asuntos
imporrtantes.
que interesantes están los capítulos! leído:)
ResponderEliminarDon Luis ya he leído el capítulo 7
ResponderEliminarleído
ResponderEliminarLeído! Pobre niño, se habrá quedado traumatizado...
ResponderEliminarLeído. Jesús Moreno
ResponderEliminarProfe yo ya me lo he leído es muy interesante!!!:D Lucía Aguilera Rivas
ResponderEliminarYa me he leido el capitulo 6 y 7 ptofe! Samuel.Paradas.
ResponderEliminarYa me los he leido! Samuel.Paradas.
ResponderEliminarYa me lo he leido! Samuel.Paradas.
ResponderEliminarProfesor yo ya lo he leído ( lo mando otra vez porque me han dicho que no salia mi comentario ) Juan Antonio Mayo Ruiz.
ResponderEliminardon luis ya me lo he leido!!!!:D
ResponderEliminarleido;)
ResponderEliminarDos capítulos muy interesantes!
ResponderEliminarPorcierto, leído^^
Oye Juan hasta que D. Luis no aprueba el comentario no sale a la vista. No es que no se vea...(Perdón por interrumpir)
ResponderEliminarEfectivamente, para que no nos pongan chorradas yo doy permiso a los comentarios. No os preocupéis si tardan un poco en aparecer.
ResponderEliminarprofe ya me lo he leído
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